Se apoyó sobre la mesa de la sala y colocó a su pequeña hija detrás suyo, para protegerla. El sujeto estaba a pocos metros de ellas, esbozando una sádica sonrisa que simbolizaba sus ansias de matarlas con el arma que tenía en mano, un bate de béisbol con púas alrededor. Ella estaba en guardia, vigilando cada movimiento de aquel individuo, alumbrada únicamente por la luz del mercurio de la carretera.
Con sus ojos colmados de pánico, tomó a su sucesora entre sus brazos, lanzó hacia el villano un florero que estaba sobre la mesilla y corrió en dirección a la cocina, perseguida por el granuja. Llegó a la tabla del comedor y divisó un cuchillo de carnicero tendido sobre la batea del fregadero. Puso a la niña en el suelo, frente a ella, y tomó la faca. Se volteó para enfrentar a aquel que venía con el madero en la mano, dispuesta a entregar su vida por su pequeña. El malhechor agitó el bate con su brazo izquierdo y lo impulsó hacia el hombro de la madre; ella blandió el filo hacia el costado del maleante, ocasionándole un corte en su abdomen. Aun así, el tronco con espigas la golpeó en el brazo derecho, hiriéndola y arrojándola al piso, lanzando el cuchillo lejos de su alcance, mientras su hija se cubría el rostro y chillaba aterrorizada.
El bandido, airado y con la cortadura en su estómago, le lanzó una mirada de furia, tiró su armamento y recogió el estilete que se le había caído a la mujer. Ella se arrastró hacia atrás hasta pegar su espalda contra el mueble de cocina. Observó, aterrada, cómo el maligno, con semblante de demonio, caminaba hacia ella agitando el arma.
El monstruo se colocó sobre ella, le imposibilitó los brazos con sus piernas y la aplastó con todo su peso. Levantó la daga y ella, imposibilitada por aquel demonio humano, vio resplandecer el filo de la navaja contra el resplandor del faro. Cerró los ojos en un acto de rendición y pidió perdón al Cielo por sus pecados. Pasaron unos pocos segundos en silencio. Ella abrió los párpados y vio al sujeto aún encima suyo con el cuchillo entre sus manos, pero sin moverse. El hombre abrió la boca, expulsando un líquido bermejo similar al plasma; murmuró algo con voz de sangre y cayó al suelo, inerte. Ella divisó a su taheña hija de pie, detrás del asesino. El ajusticiado tenía una cuchilla clavada en su columna, asestada por la niña, la cual, en un intento desesperado, había tratado de ayudar a su madre, acabando así con esa pesadilla.
La policía llegó luego de una llamada al 911 y brindó asistencia médica y psicológica a ambas víctimas de aquel ataque. Las féminas se recuperaron físicamente; sin embargo, la niña, quien a tan corta edad había asesinado a otro ser humano, permaneció con un tic en su cuerpo y una extraña temblorina en sus extremidades que la acompañaría hasta el final de sus días.
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