Pablo se sujetó el codo y estiró los músculos con meticulosidad y una elegancia propia de un gimnasta. Repitió la tarea con el otro brazo y comenzó su rutina de recuperación. Había sido una sesión fuerte de entrenamiento, pero necesitaba quemar esos kilos de más que había ganado en su último trabajo.
Su empleo requería que se mantuviera en forma en su tiempo libre, de otra manera no conseguiría tantas ofertas, ni sería tan popular en el medio como había logrado serlo pero, durante una comisión, el desenfreno dejaba secuelas.
En su juventud, cuando inició en este negocio, había sido vanidoso y ambicioso. Había aprendido por las malas que era mejor tomar al menos una semana de descanso entre un cliente y otro.
Levantó la toalla del banco de ejercicios y la pasó por su cabello prolijamente recortado. Caminó hacía las duchas y después de un rápido chapuzón se dirigió a las camas solares para completar su rutina de belleza.
El sonido zumbante del ventilador era casi hipnótico. Intentó relajarse, pero cada vez que cerraba los ojos un destello, un recuerdo reprimido, lo invadía. Esta vez fue la cara de una joven muy atractiva dando gemidos de placer. Por el ángulo era indudable que estaba acostada debajo de suyo y que el goce era culpa plenamente suya.
Carraspeó intentando alejar el recuerdo. Era poco profesional revivir las experiencias de sus clientes, por más que nadie supiera de su acto involuntario.
Cuando la máquina se apagó, salió y se duchó limpiándose minuciosamente. Un cuerpo sano y limpió eran la mejor manera de conseguir recomendaciones.
De camino a su casa recibió las indiscretas miradas que solía recibir cuando deambulaba por un lugar público. Su atractivo era objeto de deseo por quienes preferían la compañía masculina.
Entró a su departamento, encendió la computadora y revisó sus mensajes. Tenía diez solicitudes. Ya era hora de volver a trabajar. Aceptó la que ofrecía más dinero y se excusó con los demás. Acordó el horario con el prospecto y, a la hora pautada se sentó en su sillón especial. Un cómodo diván que le permitía tener las piernas levantadas. Se colocó el casco de transferencia e inició la subrogación.
Sus párpados se comprimieron en espasmos mientras el chip en su cerebro establecía el sincronismo con su contraparte.
Finalmente abrió los ojos, pero ya no era Pablo. Era alguien más. Alguien que había alquilado su cuerpo.
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