Kurzgeschichte
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Teoría de la extinción de las especies

Era la hora en que el sol está en lo más alto de su camino, cuando Jafet entró a la tienda.

—Padre.

—¿Si, Jafet?

—Tenemos un problema.

—¿Cual, mi primogénito?

—Resulta que…

—¡Viejo! —interrumpió Cam, que había entrado cinco pasos después que su hermano.

—¿Qué querés? ¿No vés que estoy hablando con Jafet?

—¿Quién carajo hizo estos planos? —dijo Cam, ignorando a su padre.

—¡Más respeto, que me fueron entregados por Yahvéh Elohim!

—Entonces, el boludo sos vos, viejo…

—¡Blasfemo! —el padre se abalanzó, chancleta en mano, para surtir a su hijo. Entonces, interrumpió Jafet:

—Espera, padre. Aunque impetuoso, Cam tiene razón. Creo que hay un problema.

—¿Cuál?

—¿Qué te dijo, precisamente, Yahvéh Elohim, respecto a las medidas?

—A ver… Acá está. Dijo: «Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura, y de treinta codos su altura.»

—¿Y los codos tomados en qué sistema? ¿Babilonio o asirio?

—¡Codos son codos acá y en Egipto!

Cam terció diciendo:

—Y me querés decir, viejo, ¿cómo metemos a todos los bichos ahí dentro?

—Pero…

—Así es, padre. No entran todos —acotó Jafet.

—No puede ser…

—Si, padre, ya lo comprobamos.

—Pero… ¿Y qué hacemos?

—Preguntale a Yahvéh Elohim.

—¡No me contesta! ¡Me dijo que no lo llamara más y que me arreglase como pueda!

—Y… vos ya lo molestaste bastante. Y por cada tontera. A quién se le ocurre preguntarle si poníamos cable…

En ese momento, entró Naama a la tienda:

—¿Qué pasa acá?

—Madre… —comenzó a decir Jafet, pero Cam lo interrumpió.

—Vieja: están mal las medidas.

—¿Cómo? ¿Seguro?

—Sí, madre —insistió Jafet—. Justamente, estábamos diciéndole a nuestro padre…

Pero entonces, Naama estalló:

—¿Ves que sos un tarado? Te dije, te dije: «¿Estás seguro?». «Sí» me contestaste. ¿Ves que no se te puede confiar nada? Le pido una onza de pan, y el señor va y me trae dos mignones. Le digo que me compre una pieza de tela de lino, y el quetejedi me trae algodón, que se le van los colores a la segunda lavada ¿Qué vas a hacer, ahora?

—Y no sé. Yo…

—No te preocupes, padre… —ensayó Jafet, intentando poner optimismo, pero Naama estaba fuera de si:

—¡Y quiere construir tamaño artefacto, cuando lo más cerca que estuvo del agua fue la vez que quiso bañarse!

Cam insistió:

—No, si es lo que yo digo. A nado los vamos a tener que llevar a todos…

—¿De qué están hablando? —dijo Sem, el menor de los hermanos mientras entraba a la tienda. Naama continuó, furiosa:

—¡Tu padre! ¡El elegido! ¡El justo! ¡Dos años poniendo todos nuestros ahorros en este cascajo de madera! Ni salidas a visitar parientes, y mucho menos vacaciones en las montañas Urartu ¿Y para qué? ¡Para que el buen hombre le erre en las medidas! ¡Y le echa la culpa a Yahvéh Elohim!

—¡Yo no le echo la culpa…! —se defendió el padre. Pero Naama siguió:

—¿No pensaste en los vecinos? Estoy cansada de oírlos: «Ahí va el loco del barquito», «¿Así que va a llover mucho, don?», «¿Y por qué, mejor, no inventa el paraguas?». Y vos vas, y le dás de comer a esa manga de chismosos que se nos ríen en la cara. Ya los escucho: «¿No le queda algún camarote para alquilar?» «¿Y un gomón? ¿Por qué mejor no sube al hipopótamo a un gomón?» «¿No quiere llevar a mi suegra que es una arpía…»

—¿Y cuál es el problema? —dijo Sem, tan pragmático como siempre.

—¿Cómo? —dijo Naama.

—¿Cómo? —dijo Cam.

—¿Cómo? —dijo Jafet.

—¿Cómo? —dijo el padre.

—Desháganse de algunos bichos…

Si bien a Naama no se le pasó por alto que el «desháganse» era una clara referencia al «háganlo ustedes, que yo miro», tan clásico en Sem, inmediatamente vio la ventaja de la propuesta. Y decidió defenderla, como una manera de salvar algo del inminente escarnio al que la someterían las chusmas del barrio.

—¡Jamás! —dijo el padre.

—Callate, viejo —dijo Cam.

—Podría ser… —dijo Jafet.

Esa misma noche, en la carpa y a la luz de una débil vela de sebo, mientras afuera Sem bailaba al compás de una música machacona que hacía con sus crótalos; la familia confeccionaba la lista, ante la temible mirada de Naama.

—¿Triceratops? —preguntó el padre.

—No. Dijimos que ningún bicho de más de doscientos cincuenta mil talentos de peso —dijo Jafet.

—¿Y el elefante, entonces?

—Ese zafa justito…

—¿Sirenas? —preguntó nuevamente.

—Claro —dijo Naama—, el señor quiere mirarle las tetas…

—Es un bicho de agua —dijo Cam—, que se arreglen solas.

—¿Unicornios? ¿Centauros? ¿Pegasos?

—Ya pusimos caballos, y son parecidos.

—¿Yetis?

—Se van a morir de calor.

—¿Ñandúes?

—¿Y esos?

—Más o menos como el avestruz.

—¿Y cuál es cuál?

—No sé…

—Dejalos a los dos.

—¿Dragones?

—Nos van a quemar el barco.

—¿Esfinges?

—¿Para qué queremos leones con alas?

—¿Mamuts?

—No entran los cuernos. Y además ya lo tenemos al elefante.

—¿Megaterio?

—Ya está el otro perezoso que es más chico…

Y así continuaron toda la noche.

Un mes después, empezó a subir el agua y el arca se alejó. En cubierta, sin mirar atrás, Noé sonreía. Yahvéh Elohim se regocijó con él.

Los animales que quedaron en el islote en que se transformaron las tierras de la familia, miraban sin entender.

Algunos lloraban. 

23. April 2018 01:46 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

Über den Autor

Daniel Frini (Argentina, 1963) Autor de “Poemas de Adriana” (2017), “Manual de autoayuda para fantasmas” (2015) y “El Diluvio Universal y otros efectos especiales” (2016). Participa en numerosas antologías y fue traducido a varios idiomas. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017, España) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017 (España).

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