kainstever Francisco Bueno Ayala

Este es un pequeño cuento ambientado en la guerra del chaco, batalla que se dio entre los países de Bolivia y Paraguay. Al Fortín de Magariños, llega un joven medico ansioso por servir a su patria pero, sobre todo, ansioso de salvar vidas. Sin embargo el campo de batalla carece del romanticismo que le hicieron creer y la guerra, con toda su dureza, pronto le da un golpe del que no cree poder recuperarse.


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Llegan cuerpos, Matasanos


Alguna vez leí sobre un antiguo caballero que llevaba la cuenta de sus días en base a las partidas de ajedrez que había jugado con sus colegas. Yo llevo la cuenta de los míos en base a los juegos de cacho que disputo con los ocasionales comensales que se dan encuentro en la cantina del campamento; cuento mi tiempo en este lugar con aquellos juegos, por no contarlo con los vasos de aquel veneno barato que nos vende un oficial a quien me gusta llamar

“Roña”, para hacerlo rabiar. Él cree que me devuelve el insulto llamándome “Matasanos”, pero aquello no es realmente un insulto, pues es precisamente lo que soy, un “matasanos” que ha encontrado su pequeña porción del infierno en un hueco de piedra y mugre llamado Magariños; una mole horrible a la que algunos oficiales de alto rango prefieren llamar “fortín”, así como prefieren llamar “hospital de campaña” a los cuatro postes que sujetan una lona donde algunos debemos atender a nuestros “pacientes”, de manera que puedan, en lo posible, volver a combatir.

Pues aunque yo, el Matasanos, nací con el nombre de Alejandro Fraga, casi, casi ya he olvidado aquel nombre; y aunque estudié para salvar vidas, casi, casi maldigo aquella vocación que me llevó primero a Campo Vía y luego, de milagro, hasta esta perfecta porción de tierra verde que se ha convertido en mi hogar provisional.

***

Al tronar de la trompeta sé que debo dejar mi vaso, si es que puede llamarse vaso, en la mesa improvisada para dirigirme a mi puesto. “Llegan cuerpos, Matasanos”; el saludo habitual del guardia de turno para referirse a quienes alguna vez se enlistaron para defender a la patria, el petróleo y quién sabe qué otro inconmensurable tesoro natural escondido bajo el suelo que pisamos y juramos proteger. Veo mi mesa y redescubro una vieja sierra para amputar miembros gangrenados, aguja e hilo para parchar nuevas heridas y un par de bisturís, rotos y oxidados, con lo que quizá pueda sacar una bala o algunas esquirlas.

Dos veteranos ponen a su amigo en mi mesa y comienza el trabajo; aquella tarde obtengo la mayor cantidad de balas y esquirlas que extraje de un hombre hasta el momento. Pero, a pesar de mi trabajo, muere, y yo descubro que aún duele perder a un paciente. No tengo tiempo para lamentos: los veteranos ponen otro cuerpo en mi mesa, uno que requiere más el trabajo de un carnicero que el de un médico. Veo con temor mi sierra de amputar y pido que me traigan un poco del veneno que el ”Roña” suele añadir a mi cuenta, y una vez que el hombre se lo ha bebido, procedo a cortar su pierna, envidiando su completo estado de embriaguez.

—Mañana será peor, Matasanos –me dice algún sádico, con mórbido placer, y agrega−: Los paraguayos han puesto su artillería entre nosotros y La China –continúa, mientras retira el cuerpo ensangrentado de mi mesa y lo reemplaza con un hombre al que le falta media cara por un disparo.

“Maldita sea”, murmuro casi para mí mismo, “¡maldita, maldita sea mi estúpida credulidad! Maldita sea la labia de Manuel Ergueta, pero por sobre todo, ¡maldito el imbécil de Peñaranda que me trajo a este hoyo olvidado por Dios!”. Parcho la cara del hombre esperando que sobreviva y me encamino hasta la cantina del Roña, tratando de olvidar que me enlisté para salvar vidas y no solo coser hombres casi muertos., para que puedan seguir disparando, hasta morir definidamente.

***

En la cantina encuentro algunos clientes regulares: viejos, tullidos y algún desertor frustrado que espera un juicio de guerra, mientras yo añado a la cuenta de mi vida juegos de cacho –que ya son seiscientos treinta y dos-, esperando el rugir de la trompeta, que no hace más que añadir frustración, a causa de la falta de visión de un comandante que no sabe cómo proteger los casi ochenta kilómetros que le fueron asignados.

—Llegan cuerpos, Matasanos –anuncia el mismo sádico de antes y yo me encamino a mi mesa de carnicero.

Corto, coso y amputo toda la tarde y gran parte de la noche, mientras fantaseo con un mundo idílico donde los que pasaron por mi mesa de operaciones no vuelven a ella, pues las marcas provocadas por la sierra o por el remedo de bisturí, que a momentos se convierte en una prolongación de mis manos, desaparecen mágicamente.

El sentimiento de no hacer nada más que salvarlos para que puedan morir en alguna trinchera me asalta con más fuerza que nunca. Esta vez no puedo evitar llorar, quizá porque estoy ebrio, y llego a pensar en terminar con la vida del desgraciado de turno que reposa en mi mesa. “Sería tan fácil”, pienso, antes de detenerme para reconsiderarlo, y concluir que una vida es una vida y quizá este sobreviva a esta guerra si logro quitarle todo el plomo que lleva adentro, cortesía de los pilas apostados entre nosotros y nuestros refuerzos más cercanos.

Pronto los paraguayos se hartarán de nuestros intentos por reforzar La China y atacarán; pronto nosotros seremos los que lleguen, con algo de suerte, a la mesa de algún “matasanos” que quizá disfrute un poco más remendando a los hombres, simples extensiones de un fusil, para que vayan a morir a manos de otros hombres igual de remendados.

***

—Llegan cuerpos, Matasanos.

El aviso esta vez me pilla sobrio y me encamino a mi puesto con un poco de mejor humor; el calor ha bajado quizá medio grado y eso levanta el ánimo de cualquiera.

Mi mesa recibe al Roña y yo recuerdo que no pude encontrarlo la noche anterior, aunque él no estaba destinado a ninguna guardia o puesto de centinela. Un disparo en su mano izquierda me da una pista de sus intenciones y caigo en cuenta que, si el muy bastardo planea desertar, ocurrirá algo serio, muy feo y muy pronto.

Me percato que los centinelas de mi hospital improvisado están ausentes, así que voy por mi arma y le disparo en el hombro derecho; el muy imbécil se queja y lloriquea sin entender que lo acabo de salvar de la Corte Marcial. Me trago mi orgullo, lo dejo sobre mi camilla, haciendo caso omiso de los ruegos de otro hombre, un desahuciado que me hace lagrimear de impotencia mientras maldigo, nuevamente, la lúcida sobriedad de aquella mañana.

Decido ponerle remedio a mi estado y me encamino la cantina del Roña; no quiero que a la mañana siguiente me descubra tan sobrio que mi trabajo de sastre se vea interrumpido por la conciencia de un médico que yace adormilado dentro del “Matasanos de Magariños”.

***

El último día de mi vida me pilló desprevenido; había jugado seiscientos cincuenta partidas de cacho, cuando el tronar de los morteros paraguayos impactó contra las “sólidas” paredes que debían protegernos. El miedo disipó la nube de alcohol que tanto había trabajado por crear, así que corrí en relativa línea recta hasta mi puesto.

Pronto supe que los heridos que me traían a la mesa eran los guardias y centinelas cercanos, pues un comandante enemigo, Fernández creí escuchar, había avanzado casi sin resistencia entre siete kilómetros de trincheras bolivianas llenas de miserables que no habían intentado detenerlos, condenando nuestra posición.

Por un momento estuve a punto de creer en las historias sobre brujos poderosos que apoyaban al enemigo con extraños hechizos de antigua magia guaraní; mas, aquellos pensamientos cedieron ante el doctor que se esconde en el fondo del Matasanos; el ser racional y estúpidamente humanitario, antagonista del carnicero que cosía y cercenaba miembros medio borracho. Dentro de mí despertó aquel ser que se había enlistado para salvar vidas, y vi horrorizado cómo cedían las defensas de nuestro mal llamado fortín, para vomitar una horda de soldados enemigos que disparaban sin cesar contra todo lo que se movía. Pero sobre todo, vi horrorizado cómo una granada llegaba hasta mi mal llamado hospital de campaña, deteniéndose a unos centímetros del único hombre que podría haberse considerado un amigo: el Roña. ´

Ese mismo hombre racional de ciencia que habitaba en mi interior, aquel ser soñador que esperaba salvar vidas en lugar de remendarlas, cubrió con su cuerpo la granada sin pensarlo, olvidando que solo sabía cómo quitarle las esquirlas a un cuerpo averiado, y se sorprendió de lo poco que duele el morir, quizá porque comprendió –porque comprendimos-, en el mismo instante que la munición estallaba, cómo nuestro amigo se escabullía en medio de aquel caos, con un “Gracias Matasanos” en los labios, hacia una libertad comprada con nuestro sacrificio.

2. April 2018 18:49 2 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

Über den Autor

Francisco Bueno Ayala Autor boliviano, estoy firmemente convencido que los personajes viven en el interior del autor, en cu mente o en su alma, pero viven. De ese modo el autor y personajes crean un simbiosis donde los personajes cuentan la historia y el autor les presta su voz.

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Geozel Valenzuela Geozel Valenzuela
Excelente cuento, principalmente por el periodo en el cuál se remonta que es en la guerra de la triple alianza, buena narrativa y enfoque desde un punto de vista poco ortodoxo cómo lo es la cruda realidad de la guerra vista desde los derrotados, cosa que no es muy común de ver.
April 19, 2023, 23:28
CharmRing CharmRing
saludos desde Bolivia. me gustó que hicieras enfasis en eso del romanticismo perdido, curioso ya que antes de la segunda guerra mundial, todos los conflictos belicos eran "romantizados" tanto por los gobernantes como la gente de a pie.
May 04, 2018, 00:25
~

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