Era una noche cálida de verano, en la cual una luna resplandeciente iluminaba todos los parajes que tenía a su alcance. Los árboles se mecían ondeados por una suave brisa, y los ululatos de las lechuzas se sobreponían a las estridulaciones de los grillos.
Uno de esos rayos penetraba por la enorme cristalera del salón del chalet de Tom. Eran las cuatro de la mañana, pero él se mantenía despierto, aprovechando cada segundo que tenía por delante. Tom llevaba pintando desde hacía algunas semanas un lienzo de gran dificultad y enorme calidad, mostrando una vez más el artista que llevaba dentro. El lienzo le había sido encargado por el conde Smith, gran aficionado a colocar en su palacio obras de temática nocturna, y siempre con una pizca de lugubrismo impregnados en ella.
Ahora Tom estaba terminando de dar sus últimos retoques a la luna que vislumbraba con pincel de punta fina. Volvió a impregnarlo en la acuarela de amarillo pálido que había creado para proveerlo de mayor intensidad, realizándolo con gran concentración y maestría.
De repente, se escuchó el chirrido de una puerta. "No puede ser", pensó Tom. Él vivía sólo en aquel paraje, sin nadie alrededor en cinco kilómetros a la redonda, un lugar perfecto para poder concentrarse en el arte de la pintura. Meneó la cabeza, y siguió con su tarea. Unos segundos más tarde, nuevamente volvió a escuchar el mismo chirrido, esta vez con mayor intensidad.
Tom, esta vez más asustado, cogió el candil que tenía encima de la mesilla por una mano, agarrando en la otra un grueso bastón que utilizaba cada vez que hacía senderismo por el monte. Bajó con cuidado los escalones de madera, desgastados por el tiempo, a la planta de más abajo. Miró cuidadosamente todas y cada una de las puertas, hasta que descubrió la causante de semejante susto: la puerta de la cocina. Sus bisagras estaban oxidadas, y la brisa moderada que rodeaba a aquella noche veraniega habría creado una corriente que había provocado todo aquel episodio.
Más tranquilo, Tom volvió a subir las escaleras para proceder tranquilamente con su pintura. Al llegar, en cambio, se quedó pálido. El lienzo había desaparecido. Desesperado, Tom se puso a buscarlo por todos los rincones, buscando signos que le llevaran a la clave de su desaparición. La ventana permanecía cerrada e intacta, no había rastro de pisadas por la alfombra, no había nada roto o descolocado... simplemente no había nada, se había evaporado como si del humo de la lumbre se tratara. Tom no pudo reprimir las lágrimas, desconsolado por ver que todo su esfuerzo había sido en vano.
Mientras tanto, entre los árboles que se encontraban en el lado opuesto del chalet, alguien corría raudo como un rayo iluminado por la luna llena que se encontraba encima de sí. Ese alguien parecía tener forma humana, pero permanecía escondida por un gran pelaje gris, y no lo hacía a dos patas, sino a cuatro. Llevaba entre sus afilados dientes una tela algodonada que envolvía un cuadrilátero blanco; era el lienzo de Tom.
Aprovechando la atracción provocada por el movimiento provocado de la puerta, el hábil licántropo había subido silencioso a la habitación donde se encontraba el cuadro, lo había asido a su dentadura con cuidado de no dañarlo, y había saltado por la ventana abierta de la habitación contigua hacia el exterior. Todo esto, en tiempo récord.
Eran casi las seis de la mañana, y el lobo llegaba a su destino. En ese momento, un rayo de luz iluminó su rostro. En ese momento, el pelaje desapareció, las patas pasaron a ser palmas, plantas y brazos humanos, irguiéndose en bipedestación y con la piel totalmente desnuda, convirtiéndose en un humano completo.
Se trataba nada más y nada menos que del conde Smith, regresando al palacio nuevamente.
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