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Raul Atreides


En un mundo futuro donde la magia, la mitología y la ciencia coexisten, una joven adolescente se verá arrastrada a una aventura que cambiará su vida para siempre.


Fantasy Urbane Fantasie Alles öffentlich.

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Capítulo I

*Nota del autor*

Mi intención es ir subiendo nuevos capítulos de mis novelas, y nuevas historias, pero me gustaría saber cuales os gustan más para dedicar más o menos tiempo a ellas, así que sería genial que pudieras comentar, dar like o hacerme saber que has leído algo de alguna manera. Soy muy accesible. Un saludo y disfruta de la lectura.


El que no cree en la magia nunca la encontrará.


Roald Dahl




Lilian corría por la calle, cada vez más asustada. En su espalda la mochila escolar rebotaba al trote y sus pies, al chocar con el bioasfalto empapado, teñían de gris sus calcetines blancos. Pero eso no le importaba. Había dejado atrás el tren maglev hacía rato, no podía ver el brillante rótulo blanco con el logotipo de la red de transporte a sus espaldas. Ya no tenía más opción que avanzar. Si se giraba e intentaba volver, no podría llegar a un edificio seguro antes de que las sombras se cerraran sobre los callejones y eso sería casi peor que intentar llegar a casa. Ahora solo podía acelerar el paso y esperar que aquella noche de Samhain llegara más lenta que las de otros años.

La calle era preciosa, casas de dos pisos con jardín propio separado por setos cuidadosamente podados. Sus padres se habían mudado al suburbio residencial cuando ella apenas tenía cinco años. Era una urbanización tranquila de la que los vecinos se sentían orgullosos; ni un gamberro con una moto infernal, nunca un robo o un altercado. La Colina de los Honguitos era una zona idílica, se podía pasear tranquilamente de día o de noche, pese a la cercanía del camposanto y los frondosos bosques pardos de las montañas cercanas. La muralla de piedra y metal que rodeaba la urbanización estaba vigilada por cámaras y sensores de movimiento, y el hierro colado tenía pentáculos taumatúrgicos doblemente hechizados contra las criaturas del bosque y la noche. No es que no pudieran traspasarla, es que ni se acercaban. Lilian no había visto ni un trasgo ni un lobisón en su vida, aunque sabía que cuando faltaba comida en el bosque bajaban a los pueblos y hurgaban en la basura. Se lo había contado Pamino, su compañero de clase, que vivía en uno de los pueblos más cercanos al bosque. Su casa era vieja y estaba llena de ruidos, y el pueblo tenía muchos huecos en sus muros. No contaban con lo último de lo último, como en la urbanización de Lilian.

Miró su ristro, el pequeño computador de muñeca, y contempló angustiada como el pequeño gráfico digital de un sol se iba escondiendo cada vez más. Eso podía haberlo adivinado ella, la montaña se lo había tragado hacía ya unos cuantos minutos y un frío cortante la recorría ahora por todos sus huesos. Lilian no sabía si era por la ausencia de luz solar o algo más espectral, lo que sí sabía, como todos los habitantes de la Colina de los Honguitos, era que por seguros que fueran los muros, por mucho hierro colado, pentáculos y aparatos de seguridad de alta tecnología que se instalaran, nadie debía de andar por la calle cuando se ponía el sol en Samhain.

Las ventanas vigilaban como ojos oscuros su carrera hacia la seguridad. Lilian se planteó durante un segundo intentar buscar asilo en una de las casas vecinas. Seguramente muchos vecinos la conocerían y seguro que conocían a sus padres. Pero era Samhain. Y el sol se había puesto en el horizonte. Nadie en su sano juicio abriría la puerta a una niña llorosa en la noche de Samhain. Pensarían que era un alma en pena, un doplegangger o cualquier otro horror. Daba igual que no fuera aún de noche según el satélite meteorológico, lo que importaba era lo que creía la gente. Eso era un principio básico en Estructura de la Realidad, y ella era la alumna número dos de esa clase. Por suerte, difuntos y espectros se regían por unas normas estrictas. Mientras el sol estuviera bañando el hemisferio, no sería la noche de brujas. Aunque una montaña lo tapara, seguía ahí. No por mucho tiempo, pero estaba y mientras el sol no se pusiera, ella estaría a salvo. Pero el tiempo se agotaba.

Lilian sollozó desesperada. Las piernas le ardían y se sentía una idiota. Había pasado demasiado tiempo tonteando con Pamino, jugando en el borde de la charca. Claro, él se bajaba del maglev tres paradas antes, había tenido tiempo de sobra para llegar a casa. Y, aunque le doliera admitirlo, Pamino tenía menos miedo a la noche de brujas que ella. Él lidiaba con noches así cada luna llena, así que parecía más curtido, y además llevaba dos o tres talismanes bastante potentes en el estuche de los lápices. Se notaba que su familia había dos taumaturgos de renombre local. Además, al muy tonto le gustaba hacerse el machito delante de ella, y aunque tuviera miedo no lo iba a reconocer. Y lo que más le molestaba era que ella también había salido con tiempo para llegar a casa, nunca se habría despistado tanto como para llegar de noche, no era tonta y su madre la había llamado varias veces al ristro para recordarle que estaban en Samhain.

—Sí, claro, mamá —había respondido, molesta—. Me voy a olvidar de qué noche es. Las calles están llenas de calabazas y de ofrendas en los portales. Como para olvidarlo.

Pero ahora tendría que aguantar la charla de su madre como si fuera tonta. ¡Eso era tan injusto! Había sido culpa del maglev. Algo, según la megafonía un árbol caído, había fastidiado el carril superconductor y el tren había tenido que frenar para que los sistemas de reparación despejaran el raíl. Eso había retrasado el viaje unos veinte minutos y le había quitado el margen que tenía para alcanzar su casa con seguridad. Ahora corría, y las calabazas talladas con muecas horribles y rellenas de velas sagradas se burlaban de su desgracia desde los portales. Algunas caras, iluminadas por velas en el interior, la miraron pasar con aprensión. Era curioso: un mundo con sistemas holográficos, luces de isótopo radioactivo, comunicaciones cuánticas y trenes de levitación magnética, y la noche de Samhain todos preferían pasarla a la luz de las velas. Era una de las cosas que le hacían gracia de aquel mundo tan curioso que le había tocado vivir.

El ristro comenzó a pitar. Lo miró, tragando saliva con la garganta casi seca. El sudor le caía por la cara empapando sus mechones color miel y pegándoselos a la frente. Una gota salada rodó por su entrecejo, acariciando su piel camino hacia la boca, pasando por su nariz salpicada de pecas. Aquel ruido era la alarma solar. Venía de serie con los ristros y avisaba de que en ese momento, en esa posición detectada por un preciso GPS, comenzaba la noche de todos los difuntos.

Lilian soltó un grito de terror y frustración. El sol había cruzado el horizonte más allá de la montaña y la llegada de la noche era oficial. Cualquiera que fuera el mecanismo que regía el mundo de ultratumba, acababa de dar una vuelta de tuerca y en ese momento las sepulturas comenzaban a vomitar al mundo su pútrido aliento. Lilian giró la cabeza, aterrada. Entre dos casas podía ver el camposanto, el viejo cementerio de los tiempos de antes del Despertar. No era muy antiguo, ni era un cementerio indio, ni databa de los tiempos de los romanos, pero albergaba muertos suficientes como para que hubiera uno o dos espectros desagradables, asesinos de la vieja Guerra Civil, torturadores, violadores… Lilian no quería ni pensarlo. Una niebla ultraterrena empezó a descender de la colina. Parecía como si la misma tierra exudara un vaho mortecino, una suerte de volcán helado que vertía una lava espectral que se acercaba por momentos.

Desde la acera, bajo sus pies, un frío antinatural la hizo saltar del susto al sentir el tacto helado. Dos jirones de niebla la acariciaban. Al apartarse le pareció intuir la forma dibujada de unas manos, pero no podía ser. No tan deprisa, aún le quedaba tiempo. Su grito aterrado resonó en la calle desierta. Las farolas parecieron perder brillo mientras una bruma suave, como un chirimiri asesino, empezaba a calarle la cara y el pelo.

Un gemido fue el primer aviso. Ya estaban en las calles. Ella los había oído otros años desde la seguridad de su hogar. Mientras comía crema de calabaza, patatas rellenas y pastel dulce, podía escuchar los gemidos y aullidos en la noche, fundiéndose con un viento que hacía crujir cada madero de la casa. Eran sonidos hipnóticos. Las voces de los muertos, de los seres que habían cruzado el velo, aullando horrores incomprensibles de su destierro en el más allá. Desde aquel lado de la barrera, rodeada de la niebla y con el frío calándole los huesos, ya no parecían tan asépticamente apasionantes. Todas las preguntas que les habría querido hacer a aquellas almas que retornaban a la tierra se fundían en una cacofonía en su cabeza, convirtiéndose en un grito de horror.

Las calabazas encendidas se desdibujaban en la niebla y creaban la ilusión de seres monstruosos, con ojos ardientes y sonrisas malvadas. Era para lo que servían. Para espantar a los muertos con imágenes más horribles que ellos mismos. Y funcionaban. Lilian se planteó agarrar una y hacerse pasar por un espectro de ultratumba, pero sería una idiotez. No espantaría a nadie sin la fuerza mágica que daba un hogar. Lloró y llamó a su padre entre la niebla. Tal vez estaba lo suficientemente cerca como para que le pudieran oír. Tal vez sus padres habían salido a buscarla.

Vio una sombra. Se tambaleaba como mareada, pero no de forma natural. No andaba de manera humana. No era su padre. Era el padre de alguien que había muerto hacía mucho tiempo. El fantasma se detuvo, sus pies no tocaban el suelo, flotaba. Era espeluznante, darse cuenta de que no se movía como alguien, sino como algo. La sombra giró la cabeza, ladeándola. La había detectado. Su cuerpo adolescente, palpitante, lleno de vida y de luz, debía de parecer un faro en la niebla. Si aquel ser la podía detectar, cualquiera lo haría. Estaba sola en la noche de Samhain con todos los muertos regresando de la tumba.

Lilian empezó a correr, las piernas no le respondían bien. Tenía los músculos entumecidos por haberse detenido en mitad de la carrera. Aquello era una pesadilla. Corría a cámara lenta mientras los seres del más allá comenzaban a arremolinarse a su alrededor. Quería correr más rápido. Comenzó a entonar un cántico de protección. Se suponía que no tenía que saberlo, no lo enseñaban en la escuela y solo los taumaturgos debían manipular esos sortilegios, pero ella era realmente buena en la clase de Estructura de la Realidad, e Internet era una fuente de conocimiento para quienes sabían donde buscar. Lilian estaba segura de que acabaría ingresando en la Panlogos Universitas, así que era solo cuestión de tiempo que aprendiera los cánticos. Y aquel no era peligroso, era de protección, de modo que no estaba haciendo nada prohibido… técnicamente. Lo recitó con convicción, aunque no entendía las palabras. No sabía cómo hacerlas resonar en su cuerpo para crear la onda adecuada. No podía manipular la realidad. El conjuro solo podía servirle a un nivel totalmente subconsciente. O como consuelo.

Lilian soñaba con salir del valle, pero no conseguiría llegar a la Universitas. No iba a salir viva de aquella noche de Samhain. Ella, la niña más lista de la colina, estaba a punto de convertirse en una leyenda, un cuento para asustar a los pequeños y recordarles que tienen que estar en casa cuando el sol se pone en la noche de brujas. Iba a encontrar la muerte más horrible a manos de los tumularios de otro siglo.

Y entonces vio la luz.

No al final de un túnel, solo al final de la calle. El corazón dio un vuelco. Estaba salvada. Alguien, no sabía cómo, era capaz de crear una luz tan potente, tan mágica que atravesaba la niebla. Alguien se atrevía a salir de su casa en la noche de todos los difuntos. Alguien desafiaba a la muerte para salvarla. Lilian corrió hacia la forma, llena de esperanza renacida. Sus lágrimas se secaban mientras su llanto se convertía en risa aliviada. Con renovadas fuerzas corrió hacia el extraño hasta que la luz del farol la hizo detenerse en seco con un terror helado. No era la salvación, era la condena.

Frente a ella, erguida en sus casi dos metros, se encontraba una figura que cualquier niño reconocería. Con una túnica ajada, cuya capucha le cubría la cara; unas ancianas manos apergaminadas que sostenían un vetusto bastón curvado en la punta de la cual colgaba una vieja linterna que brillaba con un fuego antinatural, solo podía ser una persona. Jack. Jack el del Farol, Jack O’Lantern, como le llamaban en Albión, un hombre tan malvado que el mismo diablo lo había rechazado en el infierno, un ser condenado a vagar entre el mundo de los vivos y la ultratumba. Jack, el rey de las calabazas, el patrón de Samhain. Cada una de las horribles caras talladas en la anaranjada superficie de una cucurbitácea eran para él. La comida en las puertas era para los difuntos, pero las calabazas se ponían para espantar a Jack. Nadie quería una visita de Jack el del Farol en la noche de difuntos. Y Lilian había corrido a sus brazos como una loca.

No sabía qué habría pasado con los espectros, pero sabía qué le iba a pasar ahora. La más terrible de las muertes. Porque en toda la historia, en todas las leyendas, no había un ser más malvado y cruel que Jack. Quizá Vlad el Empalador, pero eso no era un consuelo. Jack rio. Su risa, como un pergamino rasgado, como una uña en una pizarra, como un tren descarrilando, olía a muerte y a sufrimiento. Jack estaba maldito por el cielo y por el infierno, no podía esperar misericordia de él.

Lilian chilló de terror mientras lanzaba su mochila contra la aparición. Sus pesados cuadernos de Anglo y de Física, de Estructura de Realidad y Química Orgánica golpearon a la figura arrancándole una exhalación furiosa. No fue algo agradable. Si su risa sonaba espantosa, su gruñido era aún peor. Cualquier animal, natural o sobrenatural, hubiera resultado menos espantoso. Lilian corría a la desesperada, chillaba palabras inconexas de la letanía de protección prohibida, esperando que alguna de ellas retuviera algo de poder para retener a Jack. Pero era inútil. Los espectros dejaron sitio al del farol, como si un miedo reverente los mantuviera alejados. Habían perdido su bocado esa noche, pero habría otros años, otros siglos. Los espectros buscarían una rendija en una casa para probar algo de vida. Y si no, esperarían. No les quedaba otra alternativa. Ahora ella era de Jack.

Lilian saltó una valla pequeña y cayó en un patio. Agarró la calabaza iluminada aun a sabiendas de que una terrible maldición de los dioses del hogar le podía caer encima. Ahora daba igual. La alzó sobre sus hombros y Jack se detuvo unos instantes. A su espalda pudo ver de reojo las velas del comedor y una familia abrazada que la miraba con los rostros paralizados por el terror. Intentó pedirles perdón con la mirada mientras lanzaba su calabaza sagrada contra la decrépita aparición que caía sobre ella. La cabeza sonriente estalló en mil pedazos, salpicando toda la túnica del espectro. La vela hechizada manchó de cera a Jack y el condenado gritó con frustración mientras se quitaba los trozos de hortaliza de encima con una sacudida brutal. Lilian siguió corriendo hasta llegar al seto que separaba la casa del patio contiguo, y lo saltó raspándose las manos con la maleza sin cuidar. Cayó en el otro lado como un fardo y buscó otra calabaza para defenderse. Podía ser el terror, pero creía haber visto vacilar a Jack cuando alzó la anterior contra él. Estaba claro que si la gente las usaba era porque tenían cierto efecto. Era la única esperanza que le quedaba.

De hecho, no. No tenía nada. Había llegado a la casa oscura. La casa maldita.

Lilian maldijo su suerte. Era una suerte perra de verdad. Sollozó con rabia y las lágrimas le inundaron los ojos. No era justo. Aquel día, todo aquel día había sido una mierda. Algo la quería muerta. Peor que muerta. Aquel fallo en el maglev, los espectros, Jack el del Farol. Y ahora estaba en el patio de la casa maldita. No podía haber caído en otra, tenía que haber sido esa. El césped salvaje, lleno de horribles gnomos descoloridos, las ventanas sucias, sin velas protectoras, sin calabaza, sin ofrenda para los difuntos. Ningún sortilegio protegía aquella morada, ningún dios, menor o mayor, lares o antepasados daban fuerza a aquellos muros. Estaba habitada, porque había ruidos que salían de dentro y luces por la noche, pero nadie sabía quién la ocupaba. Fuera quien fuera, no podía ser humano si la noche de Samhain no rendía culto a los muertos y los aplacaba con ofrendas, si no tenía un dios que lo cuidara; sin protección arcana nadie podía esperar que la casa aguantara de pie. Nadie humano.

Lilian se levantó del suelo y agarró un gnomo de jardín. Era pesado, muy pesado para ser de escayola. No creía en los gnomos. No demasiado. Y uno de escayola no podía tener mucho efecto contra un ser inmortal y maldito, pero pensaba vender cara su vida. Jack apareció por el borde de la valla exterior. Había salido tranquilamente del patio y ahora se acercaba a la puerta de hierro desvencijada que cubría el arco de entrada de la casa maldita. Su farol iluminó los rostros de los difuntos, que eran como borrones de seres humanos acechando en la oscuridad. Parecían disfrutar con el espectáculo. Lilian supuso que no tendrían muchas ocasiones de presenciar algo así. Jack no podía estar en todas partes en Samhain y la gente normalmente estaba a resguardo esa noche. Para los muertos aquello debía de ser como la final de un evento deportivo. Aferró el gnomo con fuerza y plantó cara a su destino, con la lluvia haciendo caer torrentes de agua por su cara.

Jack se detuvo en la entrada. No había ningún símbolo sagrado, ni peces, ni cuernos, ni pentáculos en la verja. Solo hierro pintado de blanco con desconchones. Con un pequeño símbolo, la letra omega. No era mágico. Lilian conocía, como cualquier niño que atendiera en la escuela, todos los símbolos de poder. La letra griega omega solo significaba el fin del mundo en las viejas religiones olvidadas. Y no creía que eso detuviera a un maldito que posiblemente deseaba el fin del mundo más que nadie.

Jack, sin embargo se detuvo a mirarlo. Su dedo mustio se alzó lentamente y acarició la forma redondeada del omega. Su cabeza se acercó, como olisqueándolo, y luego se giró con lentitud solemne hacia el patio. Observó la casa, las ventanas, y luego bajó su mirada hasta Lilian, que estaba agazapada sujetando el gnomo con desesperación. Por un momento la joven creyó que alguna magia extraña iba a retener a los espectros fuera del patio, que la maldición de la casa era tan potente que incluso el rey de Samhain tendría miedo de ella, pero todas sus esperanzas se derrumbaron como un castillo de naipes cuando el señor de las calabazas dio lentamente un paso para entrar en el jardín.

Lilian contuvo el aliento y alzó al gnomo por encima de su cabeza. En cuanto la figura que cargaba con el farol cruzó el umbral del patio, un impacto invisible desplazó la niebla fuera del lugar. Lilian soltó la figura y cayó de rodillas; el aire se le escapó de los pulmones y sintió un temblor en el cuerpo, como si un gigantesco bafle descargara un potente solo de bajo retumbando en su pecho. Jack O’ Lantern, el maldito, se detuvo también. Lilian apenas podía ver por culpa del calabobos, pero le pareció que los gnomos del jardín movían sus cabezas mirando al aparecido. Una luz salvadora, llena de calor, cegó a la joven, que tuvo que alzar su mano para mitigar el daño que le causaba a la vista.

En el umbral de la puerta de la casa maldita, una figura humana se recortaba contra el torrente de luz que bañaba el patio creando una horda de sombras alargadas, una por cada gnomo de jardín.

—¿Qué acaece aquí? —preguntó una voz profunda y con una seguridad reconfortante.

Lilian apenas podía respirar; no sabía si la pregunta, barroca y pomposa, se estaba refiriendo a ella. Aceptaría en ese momento cualquier castigo que aquel hombre quisiera imponerle por invadir su patio y maltratar a sus gnomos, con tal de que la dejara entrar en la seguridad de la casa. Pero no era capaz de responder. Por suerte para Lilian, el hombre dio un par de pasos y se interpuso entre Jack y ella.

—Repito: ¿qué acaece aquí? —insistió el hombre con las manos detrás de la espalda, firme como un soldado de plomo y con las piernas ligeramente abiertas para darse estabilidad.

Lilian no podía creer que aquel hombre, sin talismanes, sin calabazas, sin un bastón de taumaturgo, sin protección de deidad alguna, se atreviera a salir de su casa esa noche, y mucho menos a plantarse desarmado frente al mismísimo Jack y exigirle explicaciones. Cualquier persona sabría qué estaba pasando, y aun así, aquel tipo que vestía una bata de caballero de raso y unas pantuflas a cuadros medio mojadas por la lluvia… aquel personajillo delgado y con manchas de pegamento en las manos se atrevía a cuestionar al señor de esa noche. Jack el del Farol levantó su bastón hacia el hombre y emitió un sonido gorjeante que solo podía producir espanto en cualquiera que lo oyera. Lilian, desde luego, se encogió en un ovillo y pensó en correr hacia la puerta abierta y ocultarse en la casa del hombre; maldita y todo, era mejor que estar ahí fuera escuchando aquel simulacro de voz. Pero el mismo terror que le hacía desear huir la mantenía atada al suelo.

—No lances contra mí tus trucos de barraca de feria, Jack —dijo el hombre alzando una de sus manos con un gesto negativo, como reprendiendo al maldito—. Aquí no tienes cabida. Has visto mi puerta y oído mi mandato. Este no es tu lugar ni tu tiempo.

—Ella es mía —respondió finalmente Jack el del Farol—. Me pertenece por derecho. Esta es mi noche.

La voz que se oía en la oscuridad no podía existir, no debía existir.

Era un sonido pútrido, húmedo que casi podía olerse, que apestaba a cuerpo hinchado y lleno de bubones, a muerte tumefacta y purulenta. Lilian creyó que su mente se rompía en mil pedazos al oírla, pero de alguna manera la voz del desconocido la arropaba como un escudo de cordura.

—No tienes ningún derecho, Jack —bramó el hombre acercándose aún más al espectro que amenazaba con mandarlo al infierno de un golpe de su luz fantasmagórica—. Eres un cuento, el fantasma de una leyenda. Tienes toda la noche, en todo el mundo, pero aquí no. Aquí no existe más noche que la que yo ordeno, aquí es el día que yo decido. Sal mientras puedas. ¿O quieres que te hable del sol, del mantel y la medida?

Jack soltó un siseo insidioso y miró a Lilian una última vez antes de darse la vuelta y se alejó con una velocidad antinatural, como si corriera sobre una cinta transportadora, y perderse en la noche. Varios perros aullaron a lo largo de la calle a medida que la luz mortecina del farol se fundía en la niebla.

—Esta noche no. Aquí no —repitió el hombre cerrando la puerta de su patio sin candado ni hechizo alguno. Luego se acercó a los gnomos y los palmeó en la cabeza con afecto—. Qué personaje, ¿verdad?

Lilian aún no se había repuesto cuando el hombre se acercó a ella. Ahora que estaba a favor de luz pudo verle la cara. Su pelo era cano, peinado hacia atrás haciendo un gracioso bucle. Sus ojos eran de un azul verdoso claro y estaban atrapados tras unas lentes pequeñas que reposaban solo sobre la nariz. Parecía tener unos cincuenta años, pero solo por su apariencia. Sus ojos denotaban una jovialidad que no correspondía con su aspecto. Su sonrisa, con los dientes ligeramente amarillentos, estaba enmarcada en una barbita de chivo y un bigote algo ridículo. Vestía una bata de cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo, y que un cinto de seda mantenía cerrada.

—Hace frío —dijo frotándose las manos—. ¿Quieres tomar una taza de chocolate?

Lilian asintió y dejó que el desconocido le ayudara a levantarse y la acompañara de la mano hasta el interior de la casa.

5. Februar 2023 11:24 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Sombras de la Magia
Sombras de la Magia

En el siglo XXI las barreras de la realidad se desmoronaron y los dioses, la magia y las leyendas regresaron al mundo. Trescientos años después, el mundo humano está controlado por El Patricio y la humanidad vive una época de prosperidad y asombro, que puede llegar a su fin en cualquier momento. En el universo de Sombras hay tres "dimensiones" conocidas, Faerie, el mundo humano y el inframundo. Erfahre mehr darüber Sombras de la Magia.