Un mundo tan oscuro y corrompido por todas partes, que lo correcto, lo ético o lo moral eran virtudes extintas, diezmadas y perseguidas hasta su completa aniquilación. La abstracta fe —como último recurso al que aferrarse— se había estrellado contra la cruda realidad. La tierra se volvió árida e infértil, el clima era seco y las temperaturas extremas, causando que las plantas y los animales fueran desapareciendo y que en su lugar surgieran seres aterradores. Los pecados, la malicia y la oscuridad habían engullido completamente al ser humano, mostrando su naturaleza más inhumana. El creador había lanzado sus salvavidas celestiales a aquellos que no habían sucumbido, aquellos que tenían la oportunidad de llegar al cielo sin haber perecido; no eran simples almas puras y eternas que como recompensa ascendían al elíseo después de fallecer, se les denominaba ángeles, congelados en el tiempo, pues no estaban ni vivos ni muertos.
Tenía veintitrés años cuando ocurrió. Iba conduciendo por la carretera a altas horas de la madrugada cuando mi coche repentinamente se detuvo, entonces yo comencé a elevarme, traspasando el techo del vehículo y levitando hasta el cielo, fue cuando me quedé petrificada en el tiempo. No sabía cuántos años habían pasado desde aquello, pero yo seguía aparentando la misma edad; mi pelo no blanqueaba, mi cara no se arrugaba, no experimentaba nada de lo que era la vida; los placeres o dolores, las alegrías y las tristezas, me encontraba en un círculo infinito plano, sin intensidades ni depresiones. Despertaba cada mañana como una flor que extraordinariamente se iniciaba ante una estática e insustancial rutina diaria, sin propósitos ni deseos personales, sencillamente estar y cumplir con el cometido. Los ángeles teníamos una labor, una misión, éramos leales defensores, protectores e instauradores de la luz —cada uno con su tarea cotidiana—, un precio a pagar por haber entrado en el paraíso sin haber padecido la muerte. El objetivo principal de nuestro trabajo consistía en intentar salvar lo poco que quedaba de bien en nuestro mundo —si es que quedaba algo—, descubrir luz entre las tinieblas e intentar retornar la vida que una vez hubo en la tierra; básicamente éramos fieles seguidores de la esperanza. Unos trabajábamos desde aquí, desde la tranquilidad y la seguridad, pero otros eran mandados de nuevo a lo que antaño fue nuestro hogar, siendo el cometido más difícil, puesto que se exponían a lo peor; a la oscuridad y a la mortalidad.
Había una extravagante creencia —casi leyenda— que inspiraba a los que estaban bajo mi misma condición, de que existía una grandiosa recompensa a la eficiente labor. La gente se motivaba, pese a la rutina y a la costumbre de lo invariable, incitados por ese mérito. Las alas . . . algo fantástico, ilusorio, de ciencia ficción a mi parecer, me costaba mucho creer en ello, aunque la realidad anteriormente ya me hubiera golpeado, cuando descubrí que existía el bien y el mal a un nivel tan real que los demonios, el diablo, los ángeles y el mismo Dios existían.
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