Siempre que llegaban estas fechas, Magda se ponía enferma. Todo el mundo pensando con el culo, porque eso es lo que ella creía. «La gente parece tonta estos días». Sus compañeros andaban mirando en Internet cualquier tipo de escapada, un spa, unas flores, y ella los miraba como si fueran extraterrestres.
Siempre la evitaban cuando se trataba de este tema. Sabían de sus sarcásticas frases y de hirientes comentarios, y es que Magda, no creía en el amor. Eso del amor verdadero le parecía una patraña inventada por el corte inglés para vender más.
Le empezó a doler la cabeza como habitualmente. La doctora le había dicho que era debido a su temprana menopausia, pero ella sabía que no era así. Solicitó permiso a su jefe y se marchó. Casi sintió el suspiro de alivio entre sus compañeros, que volvieron a pensar en flores y corazones.
Llegó al portal caminando. Para colmo, hacía un día precioso, de esos días de febrero en los que sale el sol y no se mueve una hoja del suelo. Los árboles curiosos comenzaban a sacar sus brotes de las ramas desnudas por el invierno y la gente se animaba a pasear. Había ese ambiente que a Magda le taladraba la cabeza. Y todo por no llorar.
Porque ella un día tuvo un gran amor, Toño, una persona que la cuidaba, la quería y le hacía el amor cada vez que venía de viaje. Y un día, desapareció, sin dar ninguna señal de vida. Ella se desesperó; el teléfono que le había dado ya no contestaba, y en esos tiempos, cuando ella tenía veinte años, no había internet ni redes sociales para localizarlo. Eso le rompió el corazón en millones de pedazos, de los que ya no podía ni quería localizar, pegar y rehacer.
Sacó las llaves para abrir el portal. Una voz le interrumpió.
—Señora Martínez, por favor.
Ella se volvió hacia un hombre bajito y con bigote.
—Sí, soy yo, dígame.
—Permítame que me presente, soy Andrés Vélez, abogado. Abogado del señor Antonio Del Campo.
Un escalofrío le traspasó de la cabeza a los pies y se apoyó en la pared, porque se sintió mareada.
—Verá, señora, me ha costado más de veinte años encontrarla. ¡Pero lo he conseguido! —el señor Vélez parecía tan emocionado como un niño ante un helado de chocolate—. El señor del Campo me encargó que le diera esta carta, cuando él falleciera. Tenía una enfermedad terminal, como supongo que usted sabe, y no tuvo el valor de despedirse. Por eso quiso enviarle la carta, pero no logró encontrar su dirección a tiempo.
—Oh, ¡Dios mío! —Magda se sentó en el rellano de la escalera, para no caerse desmayada.
El abogado le entregó la carta y ella la abrió temblorosa.
Mi amada Magda,
Si te dijera que eres lo mejor y más maravilloso que me ha pasado en la vida, me quedaría corto…
Magda continuó leyendo la maravillosa carta que su único y verdadero amor le había enviado. Gruesas lágrimas caían por su rostro como un río salvaje. El abogado la dejó a solas, sentada en el rellano. Siguió llorando toda la noche, limpiando el dolor y todo el sufrimiento, la migraña, el mal humor y la apatía por la vida.
El día se desperezó y la encontró echada en la cama, con los ojos abiertos y sin cambiar. El insoportable despertador sonó avisándola de sus obligaciones. Lo apagó, se duchó y se arregló. Una dulce cancioncilla vino a su mente, esa que él le cantaba cuando compartían amor y risas. Ahora la oficina parecía más luminosa con su sonrisa.
Vielen Dank für das Lesen!
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