Sebastián entró a su cuarto después de llegar del trabajo, como lo hacía todas noches. Al cruzar la puerta encendió la luz, sin embargo sintió que la oscuridad estaba aun latente, escondida en alguna parte de su habitación, agazapada. Quedaban ciertos rincones, grietas por donde la luz no alcanzaba a filtrarse y donde el movimiento continuaba a un ritmo frenético; dentro de esos túneles zigzagueantes estaban ellos, la plaga, millones de pececitos metálicos que habían aprendido a vivir en donde otros acostumbrar a morir, lejos de la luz. Sebastián había oído decir que se reproducían en lugares recónditos; nadaban por los closets, cajones, estanterías y baños sin dejar un solo rastro de su presencia, ni una sola huella que marcara su trayectoria. Sebastián no tenía idea que en su cuarto existieran tales criaturas. En parte debido a que solo entraba a su cuarto a dormir, por alguna razón su cuarto siempre le repelía. El desconcierto lo paralizó por unos instantes. Pero no podía negar que los estaba viendo devorar la luz a su paso.
La primera vez que oyó hablar de los pececitos de plata fue en el trabajo. En una de esas aburridas reuniones creativas uno de sus compañeros, Camilo, buscó en Internet una foto de los insectos y se la mostró a todo. Dijo que su cuarto estaba infestado con ellos. Miró la foto y examinó atentamente su morfología. Aquella apariencia de animal acuático le pareció fuera de contexto y un tanto repugnante. La preocupación de que existieran más de ellos formando una población clandestina entre las grietas de su habitación lo forzó a iniciar una ardua investigación, sin embargo en el proceso perdió el interés argumentándose a si mismo que igual él no estaba mucho tiempo en su cuarto.
Camilo le relato otro día como atrapó dentro de un vaso a uno de los pececitos de plata. La luz solar detuvo al “bicho” como Camilo lo llamaba y lo convirtió en una estatua diminuta. Al contrario de los seres humanos, los pececitos de plata parecían hallar energía en la oscuridad, por eso se mantenían ocultos en hendiduras o espacios minúsculos, sitios olvidados o imperceptibles. Camilo obsesionado con mostrar todo de lo que hablaba le tomó una foto al cadáver. Desde entonces aquella fúnebre imagen permaneció repitiéndose intermitentemente en la memoria de Sebastián, pero este no era consciente de que este recuerdo estaba allí, en los más oscuro de su mente, en las grietas de su memoria, alejado de la luz de su consciencia.
Transcurrieron desde aquel incidente semanas sin que Sebastián se preocupara de los “bichos”. Camilo no había vuelto a hablar de ellos en la oficina. Sebastián solo entraba a su cuarto para dormir y como siempre que ingresaba estaba enormemente cansado no tenía tiempo para pensar en su entorno. Y ahora esta frente a ellos mientras la oscuridad en su cuarto crecía. El foco seguía encendido y Sebastián podía sentir el calor que irradiaba su luz, pero también podía ver que la penumbra invadía su habitación cada vez más y con ella el frío iba aumentando. No podía reaccionar. No era tan solo oscuridad lo que estaba devorando su cuarto, era un verdadero Eigengrau. Los pececitos de plata parecían ser agujas que iban tejiendo una larga tela negra sobre las paredes, su cama, sus libros de derecho, su bate de béisbol, sus revistas de economía y sus zapatos de cuero importado. Era una oscuridad que devoraba las cosas literalmente, no podía distinguir tras ella formas ni siluetas como podía hacerlo siempre en la ausencia de luz. Intentó escapar pero la cerradura tras su espalda ya había quedado bajo el paso de los “bichos”. Recordó a Camilo y le hubiera gustado tener una cámara. Sintió un pequeño cosquilleo un su pie y se dio cuenta que los “bichos” lo habían alcanzado. Cerró los ojos. Estaba todo más claro.
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