criandomalvas Tinta Roja

Carolina es todo lo normal que puede ser una chica que está a punto de cumplir 19 años. Quizás un poco tímida, quizás un poco irascible a veces y, como cualquier persona normal, con alguna que otra manía. Carolina parece una chica corriente… Quizás solo lo parece. Todos tenemos secretos.


Thriller Alles öffentlich.
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Blanco y negro.

Un lugar tranquilo.




Solo cuatro mesas en fila, situadas junto a la cristalera y dos butacas para cada una de ellas. El bar era muy del gusto americano, incluso la camarera vestía de uniforme, con su correspondiente gorrito y su nombre escrito en una placa muy cerca de la solapa izquierda.

Apenas una docena de clientes, todos ellos bastante jóvenes. La mayoría tomaban su café en la barra.

Un grupo de tres, todos hombres, hablaban de forma distendida sobre la serie de moda junto a dos chicas a las que, pese a ser muy guapas, no prestaban ninguna atención. Tampoco había nada especial en el resto de parroquianos, salvo en la única pareja que se sentaba, uno frente al otro, en una mesa.

Él era moreno, de unos treinta años. Tenía el pelo muy poblado con unas ligeras ondulaciones. Ojos grandes y oscuros, resguardados tras unos lentes sin montura. Nariz bien perfilada y labios un poco estrechos que no dejaban de sonreír.

Su parte inferior, a partir de la cintura, quedaba oculta detrás de la mesa. Una americana beige con coderas y una camisa a cuadros era su indumentaria visible, tenía el clásico aspecto de profesor carismático salido de un telefilme de sobremesa.

Era ella quien realmente destacaba muy por encima de los demás, ataviada con un elegante traje al gusto de las ejecutivas, oscuro, en contraste con una camisa blanca e impoluta.

Lucía media melena rubia y lisa, en la que ni un solo pelo estaba fuera de lugar. Sus ojos eran azules, de tan claros, intimidaban. Facciones muy jóvenes, apenas aparentaba 20 años, pero tenía la imagen de quién ya había triunfado en la vida pese a su corta edad.

Pendientes pequeños, nada ostentosos, y aún así se advertían caros. Dos pulseras en la muñeca izquierda y un reloj de pulsera de oro en la derecha, acentuaban su estilo sofisticado.

El hombre no dejaba de mirarla mientras que ella permanecía con la cabeza gacha, ensimismada en los giros con los que la cucharilla disolvía el azúcar en su café.

—¿Estás bien?

La joven pareció salir de su letargo al escuchar la pregunta y levantó la mirada. Se encontró con la sonrisa de él y se la devolvió con cierta amargura.

—Si, claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Llevas casi tres minutos mareando el café.

—Es solo… — Titubeó. — Es la forma en la que tenemos que vernos, me entristece.

—Mejor así que no hacerlo. ¿No crees?

—Si, supongo que tienes razón, pero es tan poco el tiempo del que disponemos.

—No lo desaprovechemos entonces. — El hombre no dejaba de mirarla fijamente. —Estás muy cambiada. — Dijo tras un corto silencio.

—¿No te gusta? — Ella se acarició el pelo de forma nerviosa.

—Claro que me gusta, me gustarías aunque llevaras serpientes en la cabeza. Solo he dicho que estás cambiada, casi no te reconozco.

—No te gusta. — El semblante de la joven se ensombreció.

La consoló con una sonrisa radiante que iluminó toda la sala. —Hay algo que te preocupa, sabes que no puedes engañarme. — Su mano derecha apartó con ternura el mechón de pelo que se había acercado demasiado a los labios de la joven.

—Has dicho que no desaprovechemos el tiempo, no quiero perderlo hablando de nada que no sea nosotros.

—El tiempo no es nuestro enemigo, nos volveremos a ver mañana. ¿Qué es lo que pesa tanto en esa hermosa cabecita?

—Es que todo está mal, el mundo se está volviendo loco.

—El mundo siempre ha estado loco y aún así es hermoso.


La muchacha miró a través de la cristalera, al otro lado el mundo realmente parecía hermoso. Lucía un sol esplendido que iluminaba las calles y el cielo, azul y limpio, era la bóveda que daba cobijo a toda esa belleza.

Una niña pequeña, de pelo moreno, caminaba de la mano de su madre. La seguía como mejor podía con pasitos cortos y rápidos. Vestía un abrigo rojo y sujetaba un globo amarillo con su mano libre. Sus miradas se encontraron y la chiquilla le sonrió. El corazón de la joven se enterneció con aquella sonrisa y no pudo evitar devolvérsela.

Madre e hija se perdieron enseguida entre la multitud.


—He de irme, se ha acabado el tiempo por hoy.


La triste noticia la trajo de regreso al interior del bar.

—¿Ya? — Miró su reloj de pulsera en la esperanza de poder arañar algunos segundos. —¿No puedes quedarte un poco más?

—Sabes que eso no es posible. — Le acarició la mejilla con delicadeza. Ella le sujetó el brazo por la muñeca con ambas manos, en un último intento por retenerlo. Él puso la que le quedaba libre sobre las de ella.

—No estés triste, mañana podremos vernos de nuevo.

Lo vio salir por la puerta, con su americana vieja y sus pantalones pasados de moda. Levantó la mano en un gesto de adiós cuando él se giró para despedirse desde el otro lado de la cristalera.

Ella sintió que el mundo volvía a ser oscuro y frío mientras él se alejaba.




Un domingo cualquiera.



Al abrir la persiana le cegó la luz del día. Retrocedió protegiéndose los ojos y se dejó caer en el colchón. Allí quedó sentada cabizbaja con los brazos en la cabeza.

Tenía una migraña terrible, como si hubiera pasado la noche bebiendo sin control, sin embargo se acostó muy temprano y no había probado ni una gota de alcohol. Su descanso había sido una jodida mierda y le dolía la espalda de tantas vueltas como dio en la cama. Se rascó el brazo izquierdo, tenía la piel irritada.

—¡Asco de mosquitos!

Varios habones, abultados y rojizos, le decoraban la epidermis. Eran recientes, la chupasangre no debía de andar lejos.

Un zumbido le advirtió de su presencia. Ahí estaba la maldita sanguijuela, posada en su brazo en busca de mas sustancia.

La palmada sonó hueca. Sus reflejos no fueron lo suficientemente rápidos, al apartar la mano pudo apreciar como el aguijón estaba clavado en la piel. La mancha rojiza del abdomen aplastado, daba fe del expolio hemoglobínico. Catapultó al inmundo insecto con su dedo corazón y miró hacia la ventana. Por como lucía el sol, debía de ser tarde.


Una buena ducha fría es justo lo que necesitaba para despejarse. Canturreaba una canción infantil mientras se secaba, por algún motivo no podía sacársela de la cabeza. En realidad, se trataba del jingle de un puto anuncio de galletas para el desayuno. Seguro que por eso no era capaz de desterrarla fuera de la mente, estaba hambrienta.


Pese a las protestas de su estómago exigiendo tributo, aún le quedaba por realizar el “ritual” de todas las mañanas.

Se miró en el espejo, tampoco la pasada noche las hadas obraron el milagro. Su rostro seguía siendo el de siempre. Lo veía infantil, con los ojos demasiado grandes y en exceso oscuros, la nariz a medio camino de lo respingón y unos labios, a su entender, demasiado gruesos. Tampoco le gustaba su pelo, negro y algo rizado, por eso se lo cortaba como si fuese un chico.

Desplazó hacia abajo con su índice el parpado inferior izquierdo para comprobar si el glóbulo ocular tenía el color correcto, repitió la operación con el derecho. Blancos e inmaculados, pese a las ligeras ojeras, su aspecto no era tan demacrado como esperaba. Era el turno de la lengua.

—Ahhhhhhhmmmmm.

El músculo asomó hasta casi alcanzar la barbilla, rosado y libre de porquerías. Ya estaba casi lista.


Para cuando salió del cuarto de baño su pelo ya se había secado. Tenerlo muy corto eran todo ventajas, no solo no debía de preocuparse por secarlo, le bastaba con pasarse por él los dedos para que quedara cada cabello en su sitio.


Regresó a su habitación para vestirse.


Eligió una blusa sin mangas muy liviana de color turquesa “pastel”, por la que se transparentaba el sujetador, y unos minúsculos “shorts” a juego. Dudó en ponerse sandalias, el calor del verano era sofocante. Optó finalmente por unas zapatillas rosas de media caña.

No tenía ganas de pintarse las uñas de los pies, mejor mantenerlas ocultas y sudar un poco, que lucirlas descuidadas.

No es que le diera demasiada importancia a su aspecto, pero si le incomodaba el que le dieran los demás.


Al llegar a la cocina se encontró con su madre. La mujer garabateaba algo en un cuaderno, y aunque era obvio que la escuchó llegar, siquiera se giró para mirarla.


—¿Qué hay para desayunar?

—Mira en la nevera.

Una respuesta tan fría era más que explicita. Mamá, como de costumbre, estaba disgustada.

—¿No preparaste nada?

—No soy tu sirvienta.


Mejor no tentar a la suerte, demasiado pronto para comenzar a discutir.


En la nevera solo había pan de molde, mantequilla y un bote casi vacío de mermelada. ¡Que bien! No tendría que esforzarse por elegir entre las opciones del menú. Quien no se consuela es porque no quiere.


Se preparó unas tostadas que engulló con una parsimonia exacerbante, masticando cada bocado hasta casi “desmaterializarlo” antes de tragar.


—Voy a ir a ver a papá. ¿Me acompañas?

Su madre seguía enfrascada haciendo números en la libreta y tampoco en esta ocasión la miró.

—Tengo que trabajar.

¿Cuánto hacía que ellas dos no tenían una conversación normal? Una pregunta estúpida, bien sabía desde cuando. La joven sintió un calambre en el estómago y perdió el apetito. Recogió las tostadas sobrantes y las guardó en la nevera.

—Pero si hoy es domingo.

—Eso a las facturas les tiene sin cuidado.

Por fin se dio la vuelta para mirarla, la muchacha estaba de pie junto al refrigerador. La escudriñó de arriba abajo.

—¿Vas a salir así a la calle?

—¿Así, cómo así?

—Medio desnuda.

La respuesta enfureció a la joven.

—¡Hace un calor de mil demonios, acabo de salir de la ducha y ya estoy sudada! ¿No querrás que salga con un burka ahí fuera?

La madre volvió a enfrascarse con sus números, no sin antes lanzar a la hija un último puyazo.

—Ya que no ayudas en casa, al menos podrías buscar un trabajo en lugar de pasarte la vida durmiendo.

—¡Eres injusta conmigo!

La mujer se incorporó casi como si tuviera un resorte en la silla y se encaró con su hija.

—¿Injusta? ¿En que soy injusta? ¿En que te doy de comer, en que te visto, o en que vives en esta casa como una reina sin hacer absolutamente nada? Vas a cumplir 19 años en unos días, ya va siendo hora de que te comportes como una adulta y no como una niña malcriada.

—¡Vete al infierno! — La joven se encaminó hacia la puerta.

—¡A mi no me faltes al respeto jovencita!

—¡Que te den! — Fue lo último que escuchó de su hija precediendo a un fuerte portazo.

—¡Coral, vuelve aquí ahora mismo! — Sabía de sobras que ya no la escuchaba.

Se sentó frente al cuaderno conteniendo las lágrimas, lágrimas más de desesperación que de rabia.

Miró fijamente la libreta y repasó por última vez los números y las cuentas en ella apuntadas. Arrancó las hojas, las arrugó hasta hacerlas una bola y las arrojó al suelo maldiciendo.

Se echó las manos a la cabeza e intentó en vano reprimir el llanto.

21. August 2022 15:37 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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