SAM
Los pasillos del instituto Regent estaban desiertos y sumidos en un profundo silencio cuando Sam salió de su clase. Todos sus compañeros habían salido ya, pero ella, como siempre, había esperado a que todo el mundo abandonase el lugar, evitando así la aglomeración de personas que se producía a la salida del edificio, todos los alumnos ansiosos por llegar a sus casas y encender la televisión, reírse por algún reality absurdo e irse a dormir sin haber hecho nada realmente importante.
Ella, por su parte, amaba la paz y la tranquilidad. Todo lo que fuera ruido, velocidad y agresividad le atemorizaba de tal manera que cuando era pequeña quedaba paralizada sin remedio, y nadie era capaz de sacarla de ese estado. Excepto aquella vez, claro, pero Sam apenas lo recordaba. La chica cargó su mochila a la espalda y salió al exterior, deteniéndose un momento a admirar el armónico movimiento de las hojas de un gran roble producido por el viento. Iba distraída cuando chocó con un muro de carne y hueso.
— ¡Perdón! —exclamó Sam, sobresaltada.
— ¿Quieres mirar por dónde vas? —escupió el chico con el que había colisionado.
Sam solo agachó la cabeza, murmuró una disculpa de nuevo y siguió su camino aguantando las ganas de llorar. La cara del muchacho había quedado grabada en su retina, su rostro contraído por la ira y el desprecio. A pesar de la congoja que la empezaba a asolar, logró llegar a su casa y encerrarse en su habitación para tumbarse en la cama.
— ¿Estás bien, cariño? —preguntó una voz desde el umbral de la puerta, ahora entreabierta.
— Sí —respondió la chica. Y, mientras se tragaba las lágrimas para no preocupar a su padre por algo así, se prometió que no volvería a dejar que nadie le afectara de esa manera. Sin embargo, sabía que era en vano. Muchas veces antes de aquella se había hecho esa misma promesa y siempre se fallaba a sí misma.
Se levantó de la cama y recogió su mochila de donde había caído al llegar.
— Creo que voy a ir a la biblioteca a acabar el trabajo de literatura que tengo que entregar el lunes —le dijo cambiando de tema para que no indagara más.
— Está bien. No vuelvas muy tarde, ¿de acuerdo?
— Tranquilo, estaré aquí para la cena.
Abrió la puerta y se despidió con una sonrisa. Una vez al otro lado y libre de la mirada escrutadora de su padre se dio un momento para suspirar y armarse de fuerzas para salir de nuevo a la calle.
Se dirigió hacia la biblioteca más cercana, uno de sus refugios en la ciudad, la Biblioteca Pública de Westminster. Aquel lugar con su silencio y su tranquilidad inmutable le recordaba a la biblioteca de su antigua casa. No siempre había vivido en la metrópolis, cuando era pequeña vivían en una villa al norte de Inglaterra. Su infancia había sido la mejor parte de su vida. Con su llegada a Londres, toda su tranquila existencia había sido arruinada por el motor de los coches y las prisas de los londinenses. No obstante, era en sitios como aquel donde recuperaba el control de su vida.
Sin dudar, saludó a la bibliotecaria, Agnes, y dejó su mochila sobre una mesa libre para ir a buscar información en distintos libros de literatura sobre el romanticismo. Cuando creyó que tenía suficiente información como para saber que Lord Byron fue su máximo exponente en Inglaterra y, por tanto, el tema de su ensayo, volvió a su mesa y se puso a trabajar. Llevaba varias horas concentrada sin separar los ojos de los libros cuando Agnes la avisó de que tenía que cerrar. A toda prisa recogió los libros y los papeles con sus notas para el ensayo, que prácticamente estaba terminado, y salió casi corriendo por la puerta al darse cuenta de que llegaba tarde a la cena.
Las calles se encontraban tenuemente iluminadas por las farolas y las sombras le acechaban con formas monstruosas. Sam comenzó a ponerse nerviosa con la quietud del ambiente, pues si bien le gustaba el silencio, aquel no auguraba nada bueno. En algún sitio un reloj marcó las diez. La chica se impacientó y decidió tomar un atajo para llegar a casa. No pensó que tal vez un callejón oscuro e intransitado no era la decisión más inteligente para alguien como ella. Fue entonces cuando lo escuchó. Parecía un chapoteo, llegaba de detrás de un contenedor. Pese al temor que la inundaba, su deber de responsabilidad pudo con el miedo y se asomó tras el contenedor. La imagen brutal de un hombre despedazando un cuerpo y completamente cubierto de sangre se le grabó a fuego en la retina. Utilizando la poca sangre fría que le quedaba en una situación así contuvo un grito de horror que amenazaba con revelar su posición y dio un paso atrás intentando no hacer ruido, pero unas manos surgieron de la nada, cubriéndole la boca y agarrándola firmemente del abdomen para que no pudiera escapar. El individuo cargo con ella hasta que estuvieron lejos de la vista del asesino. Sam tenía los ojos desorbitados y respiraba con dificultad. ¿Qué harían con ella? ¿La matarían como a la persona del callejón? ¿O algo peor?
— Más te vale no gritar —amenazó su captor. Ella asintió aterrorizada y las manos se alejaron de su boca pero continuaron sujetándola—. Tienes que entender que lo que has visto no es real —continuó—, solamente ha sido una pesadilla. Ahora volverás a casa y no dirás nada a nadie.
— ¿Qué? —se le escapó, desconcertada como estaba.
Se dio cuenta de su error al instante. Era evidente que el hombre era un psicópata que creía que con unas pocas palabras podía modificar lo que había visto. Si hubiera sido más inteligente podría haber acudido a la comisaría más cercana a denunciarlos.
Las manos que la sujetaban le dieron la vuelta al instante. Se encontró entonces con que el cómplice del asesino era la misma persona contra la que había chocado tras salir del instituto. Unos ojos fríos y calculadores le devolvieron la mirada con intensidad. Ella agachó la cabeza atemorizada por lo que pudiera ocurrirle.
— No eres humana —murmuró él—. Mis palabras no te afectan lo más mínimo, ¿no es así?
Sam negó con la cabeza ante lo evidente de la pregunta. Le desconcertaba el tono ligeramente comprensivo que había adquirido el chico. ¿Cómo no iba a ser humana? Sin embargo, no le contradijo por si surgía la posibilidad de salir de esa indemne.
— ¿Cómo te llamas? —Sam tuvo que carraspear para que le saliera la voz.
— Sam. Shamiel —no tenía sentido mentir. Sin embargo, escucharlo hizo que el muchacho se sobresaltara y le observara con más atención.
— No puede ser, ha pasado demasiado tiempo —entrecerró los ojos y miró a Shamiel con sospecha—. No puedes haber caído.
— Mira, no sé de qué me hablas, de verdad —intentó comenzar Sam—, pero tengo que irme. Mis padres me esperan y ya estarán muy preocupados.
— Olvídate de tus padres, te vienes conmigo —la agarró del brazo y tiró de ella de nuevo hacia el callejón—. Caliel debe saber esto.
— ¡Por favor! —Sam se retorció y trató de desasirse, pero la agarraba con mano de hierro— Por favor, si me dejas ir no le diré a nadie nada —añadió, desesperada.
— Primero, no me puedo fiar de ti, como comprenderás. Y segundo, no se trata de lo que has visto, sino de lo que eres.
Sam se rindió a la desesperanza vista la locura de su captor y dejó de luchar. Llegaron al contenedor, pero ya no había rastro de sangre. Se preguntó si se lo habría imaginado todo, pero entonces apareció el otro hombre, que por su tez oscura y pelo negro se mimetizaba con las sombras. Se estaba limpiando con un pañuelo chorretones de sangre que le caían por la cara. El tipo tenía un aire siniestro. Parecía que acabara de enchufarse una buena dosis de algo. Los ojos azules le brillaban con una luz infrahumana.
— ¿Qué tenemos aquí? —preguntó con tono sádico. Sam retrocedió aterrorizada y se puso detrás del otro hombre con la vana esperanza de que la protegiera—. ¡Huy! Pero si va a resultar que es tímida.
Shamiel no aguantó más y profirió un lastimero sollozo cuando le aparto un cabello del rostro y se lo acarició. Sin embargo, no fue ella quien le apartó la mano, sino el hombre que la sujetaba. Le miró a los ojos de espanto, oscuros, casi negros, intentando ver una pizca de compasión. No le pasó desapercibido que era alto y atlético, quizá un rival para el otro hombre, Caliel. Sacudió la cabeza, provocando que algunos mechones de pelo castaño demasiado largos le cayeran sobre los ojos.
— No la he traído por eso, Caliel.
— Ah, ¿no?
— La he traído porque no es humana.
— No me digas —adujo ciertamente sorprendido Caliel. Miró a Sam fijamente para después centrarse en su subordinado—. ¿Qué crees que es?
— No estoy seguro —la miró de reojo. Parecía que empezaba a arrepentirse.
— Será mejor que la lleves al subterráneo y que allí averigüen lo que es. O quién es. Y gracias por lo de esta noche, Nathan.
El susodicho se giró con expresión decidida y la arrastró hasta la boca del callejón. Al ver que una persona cruzaba la calle, ambos se tensaron. Sam ante la expectativa de liberarse y Nathan ante la posibilidad de que ella gritara. Sin embargo, la disuadió el aspecto del hombre, harapiento y con mirada hambrienta.
Nathan trató de aparentar normalidad cogiéndola por la cintura y apretándola contra su lado. El corazón de Sam latía desbocado y quiso achacarlo a la tensión del momento y no a la cercanía del desconocido, pues nunca había experimentado nada igual. Cerró los ojos y expulsó lentamente el aire. De pronto sintió un tirón y vio que Nathan la llevaba por una avenida concurrida.
— Escúchame bien —le dijo—. Quiero que ahora vuelvas a casa y te olvides de lo que has visto hoy. De todo, incluido yo, si sabes lo que te conviene. Si cuentas algo a la policía o incluso a tu mejor amigo, ellos lo sabrán. Créeme, intento hacerte un favor.
Sam asintió asustada. No sabía si le haría caso o no, pero sabía que quería volver a casa y sentirse a salvo. Nathan suspiró y se revolvió el pelo con nerviosismo.
— Lo digo en serio —la rubia llegó a ver en sus ojos compasión—. Si alguien se enterara de que te he dejado marchar… En fin, la versión oficial es que no te acuerdas de nada. Nunca me has visto —concluyó perdiéndose entre las sombras.
Sam no podía creer su suerte. Por algún motivo que desconocía el muchacho había decidido dejarla marchar. Se dirigió corriendo a su casa para recibir una reprimenda sobre la importancia de los horarios y los peligros de la calle de noche. Que se lo dijeran a ella. Pero no le importó, porque estaba a salvo de esos ojos negros que todavía la perseguían.
Vielen Dank für das Lesen!
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