juan-miguel-oliva1644379632 Juan Miguel Oliva

Con 15 años, Alma tuvo que casarse con Frank Robinson, un anciano que había llegado al pueblo declarando ser un enviado de Dios. Después de veinte años, un podcast clandestino desvela el lado oscuro del matrimonio que desata una lucha de ideologías entre los que creían en el viejo Frank y los que comenzaron a odiarlo. Tras el brutal asesinato de una de las chicas del podcast, el señor Robinson desaparece y deja a Alma en un escenario perturbador mientras descubre secretos inquietantes, cadáveres en su jardín y sentimientos inesperados hacia su recién aparecido amor de secundaria; pero la libertad tenía un costo y el viejo seguía muy cerca.


Thriller Nur für über 18-Jährige.

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316 ABRUFE
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Sr. y Sra. Robinson

Lo que todos recuerdan del otoño de 2015 en Santa Mónica (además de una serie de eventos desafortunados y siniestros) fue aquel video que se filtró a la prensa por una de las vecinas de los Robinson; en él se podía observar al viejo Frank arrastrar con vida a su joven esposa por el jardín y enterrarla luego en las inmediaciones del bosque. No fue la primera vez, ni la última.

Las altas montañas del norte de fuertes pendientes y cumbres abruptas escondían un bosque otoñal con temperaturas similares todo el año. Se congelaba el movimiento de las hojas por la leve frialdad y una sinfonía proveniente de la oquedad de los árboles retumbaba por los alrededores sin detenerse.

Mucho más cerca de la superficie, alejado del frío y de las montañas que tocaban el cielo con sus cimas congeladas había un pueblo y en ese pueblo acogedor, una casa de madera con un jardín descuidado y un montón de flores silvestres. Pertenecía a los Robinson, un nuevo matrimonio cristiano que había aprovechado la oferta de aquel terreno para comenzar su nueva vida; pero para muchos en el pueblo no era más que un matrimonio pecaminoso y un esposo criminal que se vendía a sí mismo como ¨El enviado de Dios¨, ¨El elegido¨.

En las proximidades del bosque, el jardín de los Robinson tenía una irregularidad extraña, una colina de tierra rojiza sobresalía entre las malas hierbas y las flores decadentes; no era cualquier abultamiento en un jardín, aquel en particular, respiraba, lo hacía de forma batiente como si tuviese pulmones propios y luchaba sin piedad por no morir asfixiado.

Escuálidos dedos resurgieron desde las entrañas de la tierra y con rapidez comenzaron a sacudir el polvo que cubría el rostro de una adolescente, Alma Robinson, la esposa. Inspiró profundo cuando su nariz llegó a la superficie y el aire volvió a ser viable. Aquella vez a su marido se le había olvidado rellenar el pequeño tanque de oxígeno que dejaba enterrado para que, en la profundidad del suelo y como castigo, ella no muriese asfixiada.

Alma se sintió aliviada cuando la brisa del otoño volvió a sacudir sus mejillas, recordó el día en que su padre le enseñó a montar bici, ese sentimiento tan puro y esa sonrisa sana solo vivía allí, en su pequeño corazón quebrado.

Se puso de pie de un respingo, se enredaron unas cuantas hierbas en sus delgados brazos y su vestido de dormir, con rasguños diabólicos, estaba cubierto por mugre y con un olor a tierra mojada.

Dejó escapar un suspiro, sus pies descalzos se presionaban con fuerza en el basurero aquel, incluso, pequeños cristales atravesaban su piel y se quedaban allí pegados para torturar pero su cerebro había perdido toda clase de conexión con los estímulos de dolor en aquel cuerpo diminuto.

Caminó veloz hacia la casa, atravesó el cobertizo trasero y abrió con lentitud la puerta que daba en dirección al comedor, donde un señor grande y obeso comía con agrado. El desagradable sonido de su mandíbula triturando los alimentos producía arcadas en los ratones que pasaban por el sótano. El señor Robinson, de unos treinta y ocho años mayor que su esposa, ni siquiera se tomó el trabajo de esperar a que la jovencilla terminase su castigo.

A un costado del comedor había un gran reloj antiguo que marcaba las siete y dos minutos; en el cristal impoluto que cubría la maquinaria se reflejaba el esposo de Alma dando bocados a las chuletas del plato, las sostenía con fuerza, las levantaba en el aire y desaparecían por completo en su boca. Extasiado, eructaba cada vez que tragaba como grito de guerra vencida.

Alma esperaba en una esquina, lejos del campo visual de Mr. Robinson; temblaba por el frío que se colaba por las ventanas entreabiertas y aguantaba las lágrimas que estaban a punto de escaparse, pero no podía dejarlas, no debía.

—Esposo —dijo con esa vocecilla entrecortada y lastimada—. Ya pasó una hora. ¿Me puedo unir a usted?

A Frank Robinson no le gustaba cuando lo interrumpían a la hora de la cena, y mucho menos una mujerzuela pecadora que se resignaba a darle un primogénito al elegido aunque no fuese su culpa.

—Dos años han pasado desde que dios se me apareció en sueños y me mostró el camino hacia ti —dijo, y dejó a un lado el plato con lo poco que sobró de su cena intentando ponerse de pie hasta que lo consigue.

Alma enmudece y baja el mentón, sus ojos se dirigieron a los dedos de sus pies cubiertos de lodo.

—Dios está en todas partes —continuó el hombre—. Él ha notado tu poco interés por darme un hijo.

—Lo intento, esposo.

—Dios es esa tierra que se pega a tu piel. Él está junto a ti allí debajo, enterrado, observándote. Él ha visto que no cumples conmigo, su enviado, eso es pecar, Alma.

El olor a carne procedente de la garganta nauseabunda del viejo llegó hasta la joven que temblaba de miedo. El hombre se detuvo a unos centímetros de ella, la olfateó y fruñó el ceño.

— ¡Anda! Ve y date una ducha, luego bajas a cumplir con tu deber.

Su mano gruesa agarró con fuerza la mandíbula de la chica obligándola a detallar el rostro repugnante del hombre con el que debía copular después.

—Tenemos todo el tiempo del mundo —terminó.

Alma intentaba no llorar, no era propio de ella, se dispuso a cumplir las órdenes de su marido y caminó hacia las escaleras. Pero antes de subir, volvió a mirar sus pies sucios y otra vez el recuerdo de sus padres apareció como un destello fugaz en el cielo de medianoche. Hacía dos años desde que los había visto por última vez.

Cuando la pequeña Alma cumplió quince años se esparció un rumor por el pueblo, no era sobre ella ni mucho menos, se trataba de un nuevo vecino que había sido tocado por la mano del altísimo.

Frank Robinson llegó una tarde al pueblo de Santa Mónica, sin nada, ni documentación, ni dinero, solo una estampita de Jesucristo y un crucifijo ensangrentado. Fue atendido en urgencias por su grado de deshidratación, como si hubiese caminado todo el país para llegar allí.

«Dios me salvó.» —Era lo único que decía.

Poco se sabía de la vida de Frank; los vecinos cuchicheaban y creaban conspiraciones, inventaban, se reían, oraban por la vida del hombre y comenzaron a creer poco a poco en la predicación de aquel extraño que se instaló en el pueblo con la ayuda de mucha gente, un grupo de cristianos que se llamaban a sí mismos: ¨los seguidores¨.

Santa Mónica, unos pueblerinos crédulo que, incitado por la palabra de Frank, daban por hecho que aquel señor los guiaría hacia el paraíso divino. Su gran poder de convencimiento lo llevó a sentarse a la mesa de los Keys, pues un sueño premonitor le había mostrado el futuro de la pequeña de la familia, un futuro sumergido en el pecado y la oscuridad y que como único podía evitarse era con la unión cristiana de aquel señor de cincuenta años y la adolescente de quince. Para los padres de Alma no fue tan descabellada la idea como para muchos en Santa Mónica, el honor de que su hija fuese la mujer del pregonero de la palabra de dios era lo mejor que podía sucederle a la familia.

Cuando Alma recibió la noticia sintió un fuerte apretón en el pecho pero estaba lista, sentía que era su deber, su madre se lo había enseñado desde muy pequeña, colocar los intereses de dios por delante de los suyos propios y ganaría un lugar especial junto al altísimo cuando muriese.

Allí estaba de pie en el inicio de la escalera, pensaba en aquel día importante, cuando se le destinó la misión de no caer en el pecado y la oscuridad, no defraudar a su familia y cumplir con la palabra del señor.

Después de estar enterrada una hora como castigo, la pequeña Alma no temía a las embestidas de su marido, ni su olor a carne cocida y sudor.

Observaba sus dedos sucios con temor a que otra vez no pudiese cumplir su deber como esposa. Desde el salón entonces sonó una canción en la radio, la misma melodía que hacía desaparecer sus pensamientos salvajes y descabellados, sus pecados mortales e imperdonables se escurrían con la tierra húmeda, junto a lo maligno de su alma que despertaba cuando apretaba demasiado fuerte el crucifijo.

Pero Alma siempre mantuvo controlados sus pensamientos impuros e impulsos homicidas. Alma Robinson de diecisiete años se estaba ganando el paraíso divino poco a poco.

9. Februar 2022 04:21 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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