Valentino Valentino -

El Moscas era sicario, y de los más atroces. Su pelo encanecido le daba una áurea de sabio y bonachón; tenía cincuenta años, una mente lúcida, y una singular condición física que no había perdido siquiera un ápice de su habilidad juvenil. Era una leyenda viva en el bajo mundo de la mafia.


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Moscas el Sicario


El Moscas era sicario, y de los más atroces. Su pelo encanecido le daba una áurea de sabio y bonachón; tenía cincuenta años, una mente lúcida, y una singular condición física que no había perdido siquiera un ápice de su habilidad juvenil. Era una leyenda viva en el bajo mundo de la mafia. Como la antigua Roma, se decía que todas las historias de muerte, y las sentencias de los moribundos, llegaban a él. Célebres eran sus cancioncitas corrosivas, que solamente él era capaz de disfrutar, y su largo, pero no menos espeluznante, historial profesional: sus manos habían acabado con la vida de diez mil personas, una muerte al día desde que comenzó su carrera mortal, descontando los fines de semana, que ocupaba en desempolvar su viejo Roll Royce de los años sesenta. Semejante constancia le exigía la utilización de los métodos criminales más creativos. Era implacable. Jamás se le cruzó por la mente la palabra ‘arrepentimiento’, y se ufanaba de nunca haber jurado en vano. ¿A qué santo sentarse a llorar por la muerte de un tipo más imbécil que yo?, exclamaba, ahogándose en una sonrisita torcida, jugando con un puro cubano en la mano, que encendía mientras parafraseaba al viejo Carpentier:


«Este fin tuvo la Arpía/ monstruo de natura horrendo,/ ojalá todos los monstruos/ se murieran en naciendo», y luego dando unos pasitos de baile, lanzando unas grandes bocanadas de humo habanero, seguía cantando: «Por eso yo,/ el Moscas triturador,/ con mi Blown disparando,/ el viaje a la semilla les doy./ La, la, la…».


Así era de inclemente con sus víctimas el Moscas. Frío y férvido a la vez. En su juventud, fiel a su carácter, se había enfrentado a los asesinos más feroces del hampa, protagonizando las luchas más espectaculares jamás registradas en las memorias del sicariato. Gran parte de su éxito había estado cifrado en su estilo acrobático, que ningún otro asesino hubiera imaginado capaz de imitar. Sus enemigos, que se pasaban horas esperando su próximo lance, caían aplanados de miedo antes que de las balas por la súbita aparición de aquel demonio que los atacaba desde los ángulos menos pensados, con una gran rapidez y exactitud inesperadas, cerniéndose como un tenebroso halcón sobre sus cabezas, para luego abatirlos con un certero tiro en la frente. Eran tan sorprendentes sus ataques, que pronto los rumores contaban que tenía un pacto de sangre con el diablo, pues poseía el don de la invisibilidad y la ubicuidad.


Moscas se reía de todos ellos, por ingenuos. Ninguno sabía con que dureza la vida le había enseñado el arte de matar. De pequeño, a los doce años, empezó su carrera como matón. El primero que sintió el poder de sus balas fue un primo suyo, crimen cometido a instancias de su propio padre, hombre desalmado que lo había hecho pasar por el fuego, haciendo jurar al Moscas que debía vengar la sangre del abuelo, muerto a manos de la familia política por un asunto de tierras. En medio de esta vendetta, Moscas dio sus primeros pinitos, y a zancadas. Así que cuando un día encontró a su primo en los viñedos de su hermano, jaló el gatillo hasta con orgullo. Pero luego tuvo que huir, forzado por siempre a sufrir los reveses de la Fortuna.


Su padre, como todos en la península, era un hombre ardiente y revoltoso, y rápidamente tuvo que ingeniárselas para ocultar al Moscas de la justicia. Lo envió a Grecia, esperanzado en la buena voluntad de un viejo amigo de parrandas, para que le diera albergue al mocoso. Pero este amigo, un armador de los astilleros del magnánimo Onassis, al advertir que el muchachito era poco más que un inválido con las herramientas, decidió deshacerse de él enrolándolo en la marina griega. Entre estos viejos lobos marinos, sibilinos del arte orgiástico masculino, aprendió el Moscas la gimnasia, el arte del vuelo en el viento, que tanta gloria le daría en lo sucesivo y por la cual le apodarían tan acertadamente el Moscas.


Tres años después del embarco, ya convertido en un pendenciero marino, el día de su decimoquinto cumpleaños, navegando cerca de las aguas tropicales del Orinoco, en América, trabajaba el Moscas limpiando el piso del corroído carguero Axones, cuando por segunda vez su latente sed de sangre fue soliviantada. Había estado barriendo la proa cuando un greco le dio dos nalgadas y le mordió el cuello, pidiéndole uno de sus acostumbrados favores. Esa acción, que él no había consentido todavía, lo enfureció. Ardiente como sólo él era, arrancó el pelambre de la escoba, e hizo una lanza de ella. ¡Toma maldito! Se la clavó al greco en el pecho, asestándole el golpe en el mero corazón. Pronto cundieron los gritos de los demás, luego los insultos y el linchamiento, y el Moscas tuvo que saltar del barco. En una acrobacia increíble, había girado sobre sí mismo y aventado su cuerpo contra las aguas, escapando de las balas y la indignación griegas. Fue lo último que se supo del Moscas.


La desembocadura del Orinoco es muy violenta, tanto es así, que es capaz de hacer zozobrar un buque. Y Moscas no escaparía de su furia. Arrastrado mar adentro por la brutalidad de la corriente submarina, milagrosamente, minutos más tarde llegaba a las costas, escupido por las olas, cerca de la selva amazónica. La primera noche la pasó tirado en la playa, desmayado, mordido por las gambas, y no fue hasta la mañana siguiente, cuando, rodeado por unos hombres con uniformes moteados y fusil al hombro, el Moscas se dio cuenta de que estaba vivo, a salvo, en tierra. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue una bota negra magullándole su rostro enarenado. ¿A ver, cabrón, qué te traes, eh?, le preguntó uno de ellos, apuntándole con el arma. ¿De dónde eres, chelito? El Moscas, tosiendo agua, les dijo que los tripulantes de un barco contrabandista lo habían dejado a la deriva, molestos con él porque les había reclamado una repartición más justa del botín. ¡Extranjero mentiroso! Ninguno de aquellos hombres armados le creyó y, echándose a reír, lo agarraron a patadas y puñetazos. Ese había sido su bautizo en las tierras americanas.


Pero el Moscas no era un tipo que se dejara apalear fácilmente. En medio del estrépito alcanzó a levantarse y enfrentar a la jauría. Los golpes iban y venían, excitando más el ánimo del Moscas, que logró arrebatarles uno de sus fusiles. Eran seis contra uno. Moscas apuntaba. ¡Tenés huevos, cipote!, dijo uno del grupo. Soltá el rifle, que vas a venir con nosotros. Te vamos a presentar al comandante Reyes. Güirros como vos son lo que necesita la guerrilla. Y de algo le sirvió al Moscas haber convivido por tres años entre marinos rudos, peleando y escuchando penas, pues al instante, captando en una mirada los gestos y el tono articulados por sus atacantes, comprendió que ya no correría peligro. Bajó el arma, pero sin agachar la cabeza. Había sido aceptado por el grupo. Lo amarraron de las manos y los pies con una cadena. Se internaron en la selva, y pronto llegaron a un campamento.


Al Moscas lo que más lo fastidiaba eran los insectos. ¿Sabés manejar uno de estos?, le preguntó un hombre alto, fornido y trigueño: era el comandante Reyes, alargándole una AK47. El Moscas bajó la mirada. Mirá, le dijo, si vas a empuñar uno de estos juguetes, que sea para hacer algo bueno, y no pendejadas. Ahora, recargálo contra tu pecho y dispará. El Mosca soltó una ráfaga. ¡Pendejo! ¡No tirés a lo loco! Hacélo así, mirá. Y salió una bala que pegó directamente en una semilla de cacao. Me caés bien, cipote. ¿Cómo te llamás? Me dicen el Moscas. ¡El Moscas! Ja, ja. Bueno, Moscas, ahora sos de mi guardia. Yo te voy a enseñar el arte de las armas. ¡Hey, Balafija, vení, que quiero presentarte al Moscas, es un extranjero! El Balafija había estado leyendo un libro, sentado en un banquito, con una bufanda cubriéndole el cuello. ¿Sabés, Moscas, quién es este pendejo? Es Balafija, el tirador más grande que América haya conocido. Balafija rió. Tomó el arma, y se cubrió la cara con la bufanda. Disparó una ráfaga. A lo lejos, cayeron las semillas de cacao. El tiro había entrado en cada una de ellas sin romperlas. ¡No fue paja lo que te dije, eh, Moscas! ¿Vistes?


¿Y sabés qué hacemos nosotros aquí en la selva? Luchamos por la libertad, la igualdad, y la justicia. El Moscas lo quedó viendo con suspicacia. ¿No me creés? Mirá, ¿vos creés que estaría aquí dejándome el pellejo sólo por joder o por hacerme millonario? El que es pendejo cree que es así. ¡Pero no, papa, la vida es una sola, una sola! ¿Y vos creés que voy a perderla por tirármelas de mártir? Por una razón estoy aquí, y no por una buena. Mirá, vos sos extranjero, de la península, y creo que me entendés. ¿Vos creés que es bonito estar allá afuera, en las calles de mi pueblo, viviendo en carne propia el dolor de la gente muriéndose de hambre, enfermedad y violencia? ¿Vos creés que es bonito? Te pregunto. ¿Y quién creés que tiene este estado de cosas así? No vayás a creer que yo. Son esos perros que todo lo quieren para ellos, un grupito pequeño que vive como la realeza británica a expensas de la miseria y el trabajo de esa gente humilde. Si ellos, los burguesitos, están bien y rebosan de felicidad, luciendo sus carros de lujo y pantalones de marca, pues qué bueno, me alegro, pero entonces que no lloren si yo me atrevo a quitarles lo que por derecho, como hombre, también me corresponde.


El Moscas pasó un buen tiempo en la selva, perfeccionando su arte, pero descreyendo día a día de las palabras del comandante. Balafija hizo de él un excelente tirador. Pero Moscas no dejaba de asombrarlo con sus acrobacias. ¿Dónde diablos aprendiste a volar, güirro? Sos espectacular. ¿Hacéme esa pasada otra vez? Y el Moscas se dejaba caer desde la copa de un árbol, para luego detenerse en una rama, dar vueltas en ella, y tocar el suelo con las armas desenfundadas. ¡Te parecés a esos personajes locos de Alejo Carpentier!, le dijo Balafija un día. Desde entonces Moscas no haría otra cosa que leer y recitar las obras de Carpentier, otra de sus peculiaridades que lo haría famoso con el tiempo. Y de éste pasó a García Márquez, de allí a Galeano, para acabar leyendo a Lenin. Como que esas lecturas le ayudaron un poco, porque al año ya salía a combatir en las incursiones guerrilleras contra el Ejército, y pasado otro más, el comandante Reyes lo ascendía al puesto de negociador, asignación que lo facultaba para hacer tratos con los socios de la guerrilla, y por ende a abandonar por días la selva. En una de estas negociaciones conoció el Moscas a unos hombres, bien vestidos y perfumados, que le prometieron hasta el cielo con tal de que trabajara con ellos. Me debo a mi gente, les dijo con dignidad al principio. Pero una vez que sus ojos se toparon con un fajón de billetes verdes, se vio obligado a reconsiderar la oferta. No faltó mucho para que éstos llegaran después a conquistarlo con un “regalito”. El embrujo fue instantáneo.


Su vida como sicario profesional comenzó el día en que le encomendaron la muerte del gran Cassini, temible exterminador italiano, que por poco deja a la mafia descabezada. Moscas cumplía dieciocho años, y se había fugado de los campamentos guerrilleros, conduciendo el timón de su nuevo Roll Royce de lujo, que el señor industrial Valdivia le había regalado. Ahora estaba al servicio de la mafia. Se había mandado a hacer unos trajes al corte inglés, además de comprarse unos leotardos negros y un arsenal bélico de última tecnología que ocuparía para sus cacerías. El Moscas no podía ya quejarse de la vida, y una sola era la idea que espoleaba su mente: Cassini.


Cassini le doblaba en edad al Moscas. Se decía de él que era elegante, que tenía suerte con las chicas, que era un conversador amable, generoso, pero que era mortalmente preciso y frío. Nunca ponía un pie en las calles de la ciudad si no era para matar. Su ambición por el control y el poder lo había llevado a matar a sus propios jefes y luego a las cabezas visibles de la mafia. Era famoso, la estrella de rock del sicariato, pero temido. Y Moscas había sido contratado para matarlo. Valdivia le había tomado ojeriza a Cassini porque éste le hacía una dura competencia en las exportaciones de aparatos eléctricos piratas. El Moscas había sido avisado que Cassini se reuniría con otros mafiosos en la instalaciones de una fabrica del centro de la ciudad. Éste siempre andaba acompañado de sus otros sicarios y el Moscas tendría que lidiar también con ellos. Así que el Moscas se instaló en una oficina abandonada del edificio de enfrente. Esperaría la llegada del auto de Cassini, y empezaría a disparar con su rifle desde la ventana.


Seis horas habían pasado, y el Moscas seguía apostado frente a la ventana, esperando la llegada de Cassini. Ya podía ver el auto aparcándose en la calle, frente a la fábrica, cuando ajustó la mira. Se abrió la puerta delantera derecha, luego la izquierda de atrás, y por último, la derecha. Sale un hombre, no, no es él, luego otro, tampoco es él, y la pierna larga y elegante del hombre esperado se hace presente. ¡Es él! Se acomoda, fija el objetivo…, y el frío metal de una Mágnum 4.40 le astringe la sien. ¡Es el propio Cassini quien le apunta a la cabeza! El Moscas gira lentamente su rostro y ve a los ojos del verdugo. La mirada es fría y plena. ¡Tonto! Acabo de asesinar a tu jefe y ahora vengo por ti. Tu plan ha sido desvelado. El Moscas se levanta despacio, suelta el rifle, y suda copiosamente. Cassini ríe. ¡Si eres todavía un niño! Lástima grande que tenga que despacharte. Cassini recoge el brazo para soplar el cañón de su arma, cuando el Moscas, aprovechando este descuido, se lanza por la ventana. ¡Demonios!, grita Cassini, ¡El bastardo escapa! Moscas vuela, y en su caída se aferra a un cable de electricidad, que se rompe, y choca de lleno contra el pavimento, en un golpe amortiguado.


Cassini corre por las escaleras, baja los ocho pisos en un tris, y sale a la calle. Hay muchedumbres de gentes y autos, y es casi imposible buscar algo en medio de tanto alboroto. Suenan los cláxones, la gente habla a gritos, los mendigos claman, las ratas se esconden en las alcantarillas, y de pronto, por encima del techo de una camioneta gris, con la velocidad y precisión de un gimnasta asesino, girando, con los brazos y las piernas abiertas en una equis rotatoria, el Moscas aparece surcando los aires, desenfundando sus dos pistolas. La gente grita de admiración, y luego el estupor de Cassini, que no podía creer lo que veían sus ojos. Retrocedió, pero fue inútil, demasiado tarde. Estruendos, gritos, llanto, y un cuerpo abatido sobre el pavimento: dos balazos, uno detrás del otro, se habían abierto camino por la misma frente. El Moscas había triunfado.


Fue un inicio glorioso, y en los siguientes treinta dos años el Moscas nunca conocería la derrota. Sus enfrentamientos eran la comidilla de la mafia citadina, y del mundo entero. Se contaban historias increíbles, como aquella en la que abatió desde un aeroplano al diablo Gonzáles, o la otra en la que, empeñado en alcanzar al no menos célebre Porfirio el anfibio, que escapaba de una emboscada en mar abierto, se metió en el cuerpo de un torpedo, se hizo disparar, lo alcanzó y terminó por hundir la lancha del desgraciado sicario. El Moscas era un trabajador incansable. Y sus trucos podían contarse por montones. El sicariato lo había hecho rico y poderoso, pero no por ello se daba el lujo de descuidarse física y mentalmente. Al contrario, el Moscas parecía que entre más años sumaba más rejuvenecía. Pero, como Cassini, no pudo resistir la tentación del poder. Debido a su gran habilidad, se engrandeció, fundó negocios de ropa y químicos ilegales, y mandó también a paseo a los grandes de la mafia. Tenía poder, pero muchos enemigos y sentencias de muerte. En los últimos días se había corrido la voz de que los poderosos del norte habían contratado un francotirador misterioso, invencible, que pondría fin al reinado violento del Moscas.


Pero el Moscas se las sabía todas. Los soplones le habían informado cabalmente todo lo relacionado con el atentado. Sabía dónde y cuándo lo emboscarían. Casualmente, ¡vaya sorpresa!, el sitio escogido para su ejecución era el mismo donde, treinta años atrás, él había abatido a Cassini. Ya no había oficinas en el edificio, sino camas. Era un hotel. Esto, decía él, es mi gran ventaja. Conozco el lugar, las condiciones, salvo al enemigo. ¡Por San Simón! Las tengo casi todas de ganar. Pero me intriga ese francotirador, un completo desconocido, ¿quién será? Jamás he escuchado una palabra sobre él. Viene del norte. El Moscas, anticipándose al enemigo, se hospedó en el hotel un día antes, en una de las habitaciones del último piso. Por la noche la abandonó y subió a la terraza. Veía las nebulosas del cielo, y se dejaba azotar por el viento, recordando sus terribles días de juventud, que parecían nunca acabar, diciéndose a sí mismo que en esta vida sólo los que no hacen nada no se equivocan. Y él se había equivocado al morderles la mano a sus amos. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Él tenía derecho a la buena vida y a su propio espacio. ¡Por las blancas galaxias, Carpentier! Amaneció. Como el águila, observaba la llegada de los clientes al hotel. Al filo de las once, advirtió la llegada de un hombre que cargaba un maletín largo y estrecho. ¡Te tengo! Moreno y bien formado. Mentalmente, midió cada una de las acciones del tirador. Se lo imaginó yendo al lobby, llenando los formularios, al botones señalándole la habitación, y luego montando el equipo de tiro junto a la ventana.


Las doce en punto. Abajo, el hombre en acecho, con el ojo en la mirilla, y arriba, el Moscas se dejaba caer desde el octavo piso en picada libre. El misterioso francotirador vio pasar una sombra a través de su mira, y disparó. Pero erró el tiro. El Moscas seguía cayendo, milímetro a milímetro, surcando el vacío, hasta que se enganchó de una barra metálica que salía de una pendiente del edificio. Girando y girando sobre su eje, se impulsó con su propio peso, y salió volando, desde abajo, en dirección al balcón donde se encontraba apostado su adversario. Iba con las piernas juntas y la espalda arqueada, desenfundando automáticamente sus armas, cuando entró por la ventana, disparándole dos balas en la frente al francotirador. Éste último cayó pesadamente en el suelo, como si fuera una masa inerte de concreto. Moscas aterrizó en posición de ataque, de hinojos, con el cañón de sus pistolas todavía ardiendo. Su trabajo había concluido. La habitación, encortinada, estaba en sombras.


Sin prisas, se incorporó, guardó sus armas, dio media vuelta, y, caminando, se acercó al cuerpo del ya aniquilado enemigo. Con la pierna derecha, introdujo el pie bajo las costillas del hombre, y lo volteó. Los balazos habían dado justamente en el blanco. Una tarea fácil y limpia. ¡Pero por un momento los ojos del Moscas se abrieron desmesuradamente! El hombre, el francotirador misterioso, tenía una máscara roja de metal adosada en el rostro. Las balas no habían podido hacerle ningún daño, y ahora éste, sonriendo macabramente, lo apuntaba de lleno con una Finger Spirit 9mm. ¡Te he cogido! Haces de luz rebotaban sobre el cromo. Moscas, como un demonio de la noche, desapareció de súbito haciendo cabriolas en el aire, alejándose unos cuantos metros de la amenaza. El francotirador se levantó, cuadrándose ante él. ¡Estás perdido, viejo!, le decían esos ojos centellantes de energía detrás de la máscara, ¡Ríndete! ¡No haces más que el ridículo con tus estúpidas maromas!


El Moscas no se arredró. Su cuerpo y espíritu todavía rebosaban de fuerza y juventud. Hasta ahora, nadie había podido vencerlo, y las excepciones no existían en su vida. Sería solamente una cuestión de tiempo. ¡Bromeas, muchacho! Ambos se quedaron viendo fijamente, calculando el uno los próximos movimientos del otro. Moscas había advertido que la máscara limitaba el campo visual del francotirador, reduciéndole su radio de acción, por lo que a éste le sería difícil detener sus arremetidas acrobáticas. Una excelente oportunidad para emprender un ataque fulminante. A la velocidad del rayo, empezó a elevarse del suelo en una serie de movimientos gimnásticos, dando vueltas de campana en el aire, desviando con ello la atención de su contrincante, al tiempo que sacaba sus dos pistolas de la cintura. Ya las tenía en las manos, con los dedos en el gatillo, listas para hacerlas estallar, cuando de presto se detuvo bruscamente en el aire. Su respiración se contuvo.


Había sido cogido del cuello por el francotirador de la máscara roja, que lo atenazaba vigorosamente, enhestándolo por lo alto con su poderoso brazo, inconmovible en medio de la habitación. Del pulgar de su mano, emergía una larga uña de plata que se introducía lentamente en la yugular del Moscas, que gruñía, pataleando y con los ojos desorbitados, muriéndose de la asfixia. Un excremento ensangrentado empezaba a salir por su boca.


–Mejor cántame una cancioncita, Moscas –le dijo riéndose el francotirador.


Sujetado en lo alto, como un trofeo de caza, y las venas hinchadas a punto de reventársele en el pescuezo, Moscas, caídos los brazos atrás de la espalda, parecía entrar ya en estado de inconsciencia. Unos chorritos de sangre salpicaron la máscara. Fue entonces cuando el francotirador lo lanzó por los aires. Moscas, al sentir el roce del viento en su cuerpo, por instinto animal, despertó y, empuñando sus armas, apuntó derechamente hacia el objetivo.


¡Pum, pum!


Se hizo el silencio. Luego unas carcajadas de victoria inundaron la habitación. La explosión de un cerillo arrojaba chispas por todos lados, alumbrándole el rostro, mientras el puro habanero cogía fuego. ¡Siempre es lo mismo!, se dijo, dando unos pasitos hacia delante y atrás. ¡Ah, mi querido Carpentier! Me encantas, me encantas. Como tú siempre dices:


«¡Ánimo, pues, caballeros,/ ánimo, pobres hidalgos,/ miserables, buenas nuevas/ albricias, todo cuitado./ Que el que quiere partirse,/ a ver este nuevo pasmo,/ diez naves salen juntas/ de Sevilla este año…!/ Arriba,/ es el Campo Estrellado/ blanco de galaxias».


El francotirador se quitó la máscara roja para saborear mejor el puro, al lado del cuerpo endurecido del Moscas, en cuya frente se dibujaba un gran agujero. Sorbiendo con fuerza del cigarro, hizo unos circulitos de humo, y se agachó quedamente para susurrarle estas palabras al oído: «Ahora, mi querido Moscas, ya tienes el boleto para que hagas tu ansiado viaje a la semilla».


Dicho esto, arrojó el puro encendido sobre el cuerpo del Moscas, y sin inmutarse, pensando en lo torpe que había sido por haber dejado sin comer a sus perros, se marchó a cobrar el cheque. En la calle, un grupo de curiosos corría presuroso hacia el hotel, gritando, urgidos por avisarle al dueño del edificio que una de las habitaciones ardía furiosamente en llamas.

29. September 2017 04:13 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

Über den Autor

Valentino - Al principio fue el Verbo.

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