La víctima fue arrojada encima de la mesa. Ya muerta y con la ropa arrancada la piel relucía bajo el fluorescente del techo. La persona encargada de deshacerse del cuerpo acercó todo lo necesario para que la carne fuera troceada y dispuesta en filetes. Machacada y sazonada con químicos para su completa desaparición, fue puesta en remojo. Ardía mientras el olor llenaba la instancia y la carne cambiaba de aspecto, los perros acudieron dispuestos a disolver en su estómago cualquier rastro del asesinato llevado a cabo. Un crimen perfecto y el asesino de vacas aún seguía suelto.
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