Lin observaba a sus miles de hijos que merodeaban por los jardines, recorrían las plazas, los túneles de glicinas, y los abultados laberintos de flores azaleas. Delante de ella los prados se extendían por kilómetros y se podía ver a los demás hijos de mis once hermanos corriendo y paseando solos o en parejas. Por otro lado, las obras de mis hermanos más competitivos se retaban a difíciles desafíos físicos, de inteligencia y de audacia con el fin de impresionar a nosotros, sus dioses. No obstante, otros, realizaban alabanzas o dedicaban diferentes obras de arte como prueba de amor y adoración. Nos gustaba que nos hicieran ese tipo de muestras de afecto, y de igual forma, les correspondíamos.
El aire se apreciaba tranquilo, el viento me rosaba la piel de la cara, y únicamente lograba hacerme recordar que no podía dejar de admirar a Lin. Ella pensaba, todo el tiempo pensaba, y lo hacía con el único fin de ser insuperable. Ninguno del resto de nosotros se comparaba cuando se trataba de buscar la creación perfecta. Quizás si Shiva, pero no, él siempre estaba originando y aniquilando universos en otro parte. Aunque estuviera con nosotros en cuerpo presente, su mente se halla en otro sitio. Pero bueno, así éramos todos. Dábamos y enseñábamos.
—El amor —habló Lin. Le presté atención, ella no giró, siguió viendo los jardines y los parques.
—¿A qué te refieres, hermana? —pregunté. Se le había ocurrido algo.
—El amor es la clave —dijo Lin —. Se aman, miralos como se demuestran el cariño, ve cuánto son capaces de hacer uno por el otro. Observa cómo se juran amar por toda la eternidad, en esta vida y en la otra. Pero nosotros sabemos que en la otra existencia no es así, los ángeles los separan y solo un reducido número consiguen volver a juntarse. Debo darles algo para que su promesa se cumpla tanto en esta vida como en la otra.
Una promesa, y de amor, era una fuerza a temer. Si, era una invención hermosa, pero atrevida.
—Acuérdate que las promesas van con un castigo, Lin —le mencioné.
—Si, lo sé, pero mis hijos con el tiempo lo entenderán. De todas maneras, es un regalo, no una imposición, son libres de escoger. Lo dominas, son parte de nosotros.
—¿Y cómo lo harás? Un obsequio de esa magnitud requerirá una gran cantidad de vigor.
—Si, lo sé. No importa, ya lo tengo decidido.
—¿Entonces qué has ideado?
—Una promesa debe lucirse, debe ser un sello, una insignia que diga yo lo hice. Además, debe ser pura, debe crecer, y debe cuidarse. Sí. Sí, una flor. Una flor que una la carne de su cuerpo mortal con su alma.
El aroma a jazmín provenientes de uno de los parques me hizo evocar un detalle primordial: esta tierra no nos pertenecía, y el otro mundo menos para llevar a cabo una obra con tales condiciones.
—¿No te estarías sobrepasando? Ese reino no nos pertenece.
—No, a él no le va molestar. De todos modos, nuestra estancia aquí pronto va a concluir. —dijo Lin despreocupada, y sin perder la concentración —. Será una flor de pétalos blancos y brillantes, para que mientras exista un pedazo de ella siempre se luzca y jamás se apague. Sus raíces, sus raíces deben ser punzantes y traspasar las dimensiones impuesta por Dios, y así conseguir penetrar en el espíritu para que ambos se recuerden cuanto se aman, y, sobre todo, reunirse de nuevo.
—¿Y si una de ellas no cumple la promesa en vida? —quise saber.
—Sufrirá: las raíces comenzaran actuar al reconocer la infidelidad. Y empezaran por enterrarse y perforar su corazón. Luego el infiel se desangrará por dentro poco a poco, y mientras lo haga se ahogará y sufrirá por un largo tiempo para recordar su traición. Si no cumplió una promesa de amor sellada con un regalo de la suprema diosa Lin, no volverá a tener la oportunidad de amar, ni en esta vida ni en la otra.
—¿Y cómo la vas a nombrar a tu nueva creación?
Lin no volteó, pero note como rio.
—Flor de Lin —dijo finalmente —, después de todo es mi último regalo. La flor de la unión eterna.
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