El humo del café empezaba a conversar conmigo. La incertidumbre me encogía el pecho, la cara se llenaba más de dudas que mi cabeza. Ese pensamiento rondaba por las paredes, por las ventanas, movía las cortinas de un lado a otro.
No me considero alguien "intenso". Generalmente, cada vez que tengo a una persona que me demuestra que no quiere mi atención, suelo dejarla ir siendo más frío. A veces me pasa por ser desinteresado, a veces me pasa por ser imprudente. Mi teléfono es un ataúd de conversaciones rotas; hemorragias de un calor que con muchos, he dejado de impulsar.
De hecho, es un comportamiento que suelo tener muy a menudo. Una vez, yo estaba en los pasillos que dan al frente de la universidad, hablando con unas compañeras sobre los trabajos que íbamos a tomar y las cervezas que íbamos a hacer. Esa imagen se me quedó grabada, con los adoquines rojos contrastando con el color en su mayoría verde de las plantas que hacían de frontera entre el estrés de la vida universitaria, y la relajación de la naturaleza.
Entre palabras de "ya veremos", se me ocurre decir
— Yo les escribo.
Con ese típico tono sarcástico que siempre responde a la pregunta de "¿Cuánto cuestan los dulces de $100?". Casi como en un libreto de teatro en el que, de tantas personas que van a hacer una expresión, la hoja se queda con apenas un pedacito escrito. Todas, al unísono, contestaron "sí, claro", cosa que amplificó mucho el mensaje. Tanto, que se pudo transportar en el tiempo hasta hoy que escribo esto. Y es fuerte pensar que en ese tiempo lo veía como algo gracioso, algo que me hacía "más deseable", más difícil, menos persona. Menos sociable.
Gracias a ese episodio pude darme cuenta de que las excusas son barreras para ocultar las debilidades. Irónicamente, muchas funcionan porque no se aplica la suficiente lógica sobre esas personas como para derribar esos muros que lo que terminan haciendo es crear una burbuja de realidad en la que hay arsénico en vez de oxígeno.
Con tal palmarés, decidí irme por un rumbo diferente. Dejar de poner mi nombre en la pulcritud para desnudarlo ante el mundo. Tomar riesgos, saltar del precipicio, asaltar al vacío de una buena vez. Ser recordado ante el mundo.
Parece la introducción a una persona que fue echada de su trabajo, y ahora es ciclista de élite. Justo antes de poner Eye of the Tiger con un montaje de trabajo duro, sudor, ejercicios bajo la lluvia... Y se sintió así durante un momento, previo al mensaje que, en mi mente, desataría una tercera, cuarta y quinta guerra mundial. El inicio de la conversación del siglo, o el rechazo que rompería vidas, líneas espacio-temporales.
— Hola.
Fue mi mensaje de bienvenida hacia mis objetivos. A las siete y catorce de la noche, acompañado de unos emojis que, según yo, generaban empatía. Es decir, la persona va a leer eso, y se va a sentir bien, ergo responderá.
En línea.
Este momento me recuerda a cuando iba a responder un examen, y me quedaba clavado en la sección de nombres y fecha, con el miedo a que mágicamente apareciera la casilla "apellidos" y tenga que hacer un borronazo o peor aún, pedir otra hoja. Las pupilas casi atravesando el teléfono por la mitad, la mano sudando, el parpadeo inexistente.
Generalmente solía, justo después de un mensaje, apagar el teléfono ipso facto y tirarlo a la cama. Ahora que me quedo en medio de este silencio, mi pulgar me dice que ya es hora de hacer lo que siempre hago. Y sí, debería, pero no quiero quedarme en el mismo ciclo que llevo repitiendo durante años.
Vielen Dank für das Lesen!
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