Kurzgeschichte
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Pétalos blancos

Acarició la caja antes de abrirla. Recorrió con los dedos cada una de las flores que había dibujado en ella. Había pasado días y días, ya no recordaba cuantos, decorándola sin descanso para escapar del dolor. Rosas, tulipanes, margaritas… Sus pétalos blancos decoraban cada rincón.

Levantó la tapa. Aún olía a barniz y pintura. Dejó la caja sobre la cama, a su lado. Luego cogió la carta que había escrito semanas atrás.

Ya había perdido la cuenta de las veces que había roto cartas parecidas a aquella, como, llena de dolor y rabia, las había rasgado, desfigurando sus palabras hasta convertirlas en un puzle imposible de recomponer.

No quería despedirse. No quería hacer real su ausencia.

Por eso, al principio se había negado a empezar aquella carta de despedida.

Luego, cuando finalmente había querido escribirla, las palabras parecían haberse convertido en sus enemigas. A veces huían de ella como si la odiaran, otras se clavaban en su corazón como agujas afiladas, dañinas, y entonces la carta terminaba hecha pedazos en la papelera.

Las letras la habían acompañado toda la vida. Estudió peridiosmo, pero ya escribía desde niña. Eran su refugio en los momentos difíciles, pero durante los días que siguieron a aquella noticia, parecía que sus eternas compañeras la habían abandonado.

Sin embargo, con el transcurso de las semanas, con el paso de papeles en blanco y palabras hechas pedazos, encontró de nuevo la paz entre ellas. Con calma, las frases comenzaron a fluir sobre el papel, y las lágrimas por sus mejillas, aliviando todo el dolor que sentía.

Ese día releyó la carta, aunque ya la conocía de memoria. La había leído tantas y tantas veces... Cada vez que el vacío que sentía dentro de ella se hacía demasiado grande para soportarlo. Cada vez que nadie parecía entender su dolor.

Después de leerla, besó las palabras que había escrito para él y que tanto la habían ayudado a superar su ausencia. Besó aquellas palabras que compartían, aquel vínculo que nadie más era capaz de comprender y que se había roto meses atrás, destrozando sus sueños. Besó las palabras que la habían salvado de ahogarse.

Dobló la carta como si fuera un frágil trozo de papel que pudiera quebrarse entre sus manos y la depositó en el interior de la caja. Luego tomó el siguiente objeto.

Una lágrima cayó sobre la fotografía. Era una confusa imagen en blanco y negro llena de sombras vagas y formas irreconocibles, pero ella no necesitaba verlo para saber que era él, que había estado ahí. Lo había sentido dentro de ella.

Recordó cómo lloró aquel día, cuando le vió por primera vez. La pantalla a su lado, la diminuta silueta en blanco y negro, la sonrisa de su marido mientras la miraba con los ojos brillantes e inundados de la misma felicidad que a ella se le escapaba por los ojos.

Miro aquella aquella lágrima de ilusión y alegría, aquella lágrima llena de sueños y esperanzas que él había traído hasta sus vidas y que ahora manchaba la fotografía.

Y la guardó en la caja sin secarla. Un pedacito de ella se marcharía con él.

Un pedacito brillante y puro.

Miró el último objeto, que aguardaba doblado pulcramente sobre la cama.

Era una pequeña manta de ganchillo que comenzó a tejer poco después de que los médicos le confirmaran lo que ya sospechaba.

La extendió sobre sus piernas y la acarició con cariño. No había podido volver a tocarla desde que le perdió.

Recorrió cada una de las hebras que sus dedos habían trenzado, el amor y la ilusión entrelazados en cada nudo de lana. La suavidad y el calor de la tela la reconfortó, cuando semanas atrás su mera visión solo le causaba un profundo pesar.

La mantita, que nunca terminaría de bordar, era del tamaño exacto para arropar los objetos que había guardado en la caja de recuerdos.

Cuando estuvieron todos en su interior, se quedó un instante sentada en la cama, con la mirada perdida en los pétalos blancos que adornaban la caja.

Había derramado su dolor en cada pincelada hasta que la pena que ahogaba su pecho se transformó en una apacible calma, como si cada trazo hubiera hecho florecer de nuevo su corazón, arrancando de raíz la amargura y sembrando de nuevo la esperanza.

Y entonces lo supo. Había llegado el momento de decirle adiós.

Cerró la caja y la acunó entre sus brazos. Besó la tapa que ella misma había decorado y su delicado aroma la envolvió como un abrazo. Volvió a sentirle allí, con ella, dentro de ella. Pero ya no en su vientre sino en su pecho.

Se sentía preparada para seguir adelante.

Su marido la esperaba al final de las escaleras. Ella le sonrió, con la caja aún apretada contra el corazón y él le devolvió la sonrisa. Sintió que hacía semanas que no le veía, como si ella hubiera estado muy lejos, de viaje en otro país, como si no hubieran estado conviviendo todos esos meses, durmiendo en la misma cama, cruzándose en el pasillo.

Sintió que durante ese tiempo, solo habían sido dos tristes extraños viviendo en el mismo hogar.

Le abrazó con la pequeña caja entre ellos, apoyada en sus pechos, separando y al mismo tiempo conectando sus cuerpos en un vínculo que el dolor casi había logrado resquebrajar.

No hablaron mucho durante el trayecto en coche, pero no había dolor en su silencio. Solo un amor y un consuelo que no necesitaba palabras.

Era un ritual de despedida, y sin embargo nunca se había sentido tan unida a su marido. Intercambiaron sonrisas y miradas de reojo y, aunque aún había pena en sus ojos, ya no los distanciaba.

Sabían que había llegado el día de despedirse de Mateo, pero la tristeza no lo empañaría.

—Ojalá te hubieras quedado entre nosotros un poco más. Gracias por aparecer en nuestras vidas.

El viento llevó sus palabras muy lejos, hacia el cielo, entre nubes que ya se teñían de rosa. Las ramas del árbol bajo el que se encontraban susurraron, entonando sus propio canto de despedida.

Apretó la mano de su marido y, sin soltarla, se agachó y colocó la caja con ternura en el pequeño nicho que habían cavado. Luego cogió un puñado de tierra y lo dejó caer sobre las flores blancas que con tanto cariño y dolor había pintado.

Enterraron la caja en silencio mientras se abrazaban con la mirada. Compartían su amor por Mateo y juntos dejaron que se marchara.

21. Januar 2021 12:14 2 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

Über den Autor

Irene Adler Me gusta el olor a libro, los atardeceres con sabor a mandarina y escribir sin tinta versos en tu piel

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John Boj John Boj
Me he enamorado del sentimiento.
January 21, 2021, 15:25

  • Irene Adler Irene Adler
    Me alegro un montón :) Gracias por leerme, John January 21, 2021, 15:29
~

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