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Adriana Vigo


La voz de Namirielle era tan hermosa que a todos cautivaba, su canto digno de una raschida, las míticas ninfas del agua y la música. Cuando llega a sus manos un misterioso libro que solo ella puede leer, y su bella voz desata el poder habitando en sus páginas, su vida cambiará drásticamente al verse forzada a liberar al implacable Rey Oscuro, un cruel hechicero de inigualable poder que no cesará en su empeño de conseguir cuanto desea de Namirielle. Ahora ella tendrá que encontrar la manera de detenerlo antes de que sea demasiado tarde, pero, ¿Podrá hacerlo? Una oscuridad amenazando con destruirlo todo. Un amor profetizado al fracaso. Una decisión que tomar. ¿Amor o devastación? ¿Deseo o deber? La música es una magia poderosa, pero hay algo más fuerte incluso: el amor.


Fantasy Mittelalter Nicht für Kinder unter 13 Jahren.

#romance #música #fantasia #medieval #magia
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Primera Parte; Capítulo 1: El Libro De Nácar

Dos muchachas bailaban alrededor de la pequeña fuente del Templo Blanco; Namirielle y Jaridia. La segunda morena de ojos negros, ejemplo de una norwentana; la primera de cabello castaño claro-dorado que caía en rizos lustrosos hasta sus caderas, ojos azules y piel pálida que denotaban su origen norteño.

Ambas jóvenes se habían criado en el templo desde su infancia. Jaridia era muy pequeña cuando quedó huérfana y dejó el reino de Norwen para criarse en el templo. Namirielle no albergaba muchos recuerdos de su padre, mucho menos sobre la región en las grises tierras del norte donde había nacido; ni tampoco a su madre, quien muriese al alumbrarla. Toda su vida era el templo, ninguna de las dos conocía otra cosa.

Tras dar demasiadas vueltas, Jaridia acabó por marearse y terminó en el suelo. Las dos muchachas se echaron a reír, Namirielle dejándose caer a su lado con una amplia sonrisa reflejada en sus grandes ojos azules como el mar.

—Parecemos dos crías —Comentó esta última, aún riendo.

—Cierto. Tal vez deberíamos actuar como un par de jóvenes doncellas de nuestra edad, ¿No te parece?

Se miraron un momento y volvieron a estallar en carcajadas. Jaridia se abalanzó sobre Namirielle y empezó a hacerle cosquillas, mientras la otra muchacha rodaba por el suelo en un intento por librarse de su amiga. Sus risas cristalinas adornaban el pequeño jardín, aportando alegría al lugar.

Namirielle vio por el rabillo del ojo cómo una figura blanca se acercaba a ellas. Se zafó de Jaridia, volviéndose hacia la figura ya imaginando quien era: una mujer de cincuenta años, de cabellos pálidos y ojos verdes, siempre vestida con una túnica blanca ceñida a sus caderas por un cinturón plateado. Liudenna, la Madre Blanca del Templo y lo más parecido a una que Namirielle conocía.

Liudenna se acercó lentamente, sonriendo con dulzura mientras se arrodillaba frente a las dos muchachas.

—Hace frío, mis niñas, y ya está oscureciendo. Es mejor que entréis dentro.

Ambas asintieron y se pusieron en pie, obedientes. Nadie contrariaba a la Madre Blanca, era imposible hacerlo con una persona tan bondadosa, además de respetada en toda Norwen por múltiples razones.

Entraron dentro, recorriendo los diversos pasillos de piedra clara hasta alcanzar la alcoba compartida dónde dormían. Estaban hechas un desastre, con sus sencillos vestidos blancos llenos de tierra, y pronto se cerraría el portón y servirían la cena. Las dos debían ayudar en las cocinas.

Apenas habían llegado y ya estaban otra vez bromeando entre ellas, aunque sin tanto escándalo como en el patio. Dentro del templo estaba prohibido armar jaleo, aunque la Madre Blanca nunca había castigado por ello a ninguna de las niñas huérfanas que allí vivían; en realidad jamás había castigado a nadie. Otra razón por la cual allí todos la querían tanto, Namirielle la primera. Liudenna siempre era muy cariñosa con ella, más de lo que ya era por naturaleza con todos los niñas y muchachas del templo; y por muy ocupada que estuviese conseguía tiempo para estar con ella, así había sido desde que la joven era pequeña.

La Madre Blanca había conocido a su padre cuando este llegara a Norwen con la pequeña Namirielle, y le había hablado de él cuando creciera y apenas lo recordara; su padre fue un gran músico del norte, acogido en la nobleza norwentana por su talento poco después de su llegada. Namirielle tenía un vago recuerdo de estar en un elegantísimo salón junto a un hombre de cabello rubio que tocaba el laúd con una dedicación y entrega increíbles, y también cómo ella tarareaba sus melodías. Ya no recordaba su música, pero sabía de manera intuitiva que era hermosa.

Poco después de una hora se sirvió la cena en el comedor. Namirielle y Jaridia se dirigieron corriendo hasta una de las mesas con sus raciones. Se sentaron junto a otras tres jóvenes de su misma edad, pero estaban tan enfrascadas en su propia conversación que no eran consientes de nadie más.

—¿Has vuelto a soñar con esa canción? —Le preguntó Jaridia, llevándose la cucharilla de madera a la boca. Hoy la cena constaba de caldo de verduras y arroz. A la joven norwentana le encantaba el arroz.

Namirielle asintió.

—Pero aún no sé qué letra tiene, no la he escuchado.

La norwentana la miró, pensativa. Su amiga estaba totalmente convencida de que aquella melodía con la que soñaba debía tener una letra que cantar, pero ella no entendía su empecinamiento al respecto.

—Solo es un sueño, Namirielle. Escribe tú una letra y cántanosla. Tienes una voz bellísima.

Las pálidas mejillas de la muchacha se tiñeron de rosa. Aunque se lo habían dicho unas cuantas veces, seguía sintiendo vergüenza.

—No creo que sea buena idea —repuso, y añadió—. Tal vez más adelante sueñe con la letra y pueda cantarla. Debe tenerla, no me cabe la menor duda… es como si alguien me la susurrara al oído, pero no logro captarla.

Jaridia iba a decir algo, pero se interrumpió cuando escuchó un potente golpe contra las ventanas. El viento era muy fuerte.

—Buff… esta noche va ser fresca y llena de ruidos —Comentó una joven sentada al lado de Namirielle.

—Eso parece —Secundó ella, mirando abstraída a través de la ventana.

Después de cenar ayudaron a recoger y limpiar los platos, tras lo cual pudieron volver a su habitación compartida y acostarse. Jaridia estaba agotada, no tardó ni tres minutos en dormirse, pero Namirielle… ella estaba muy despierta, permanecía tumbada mirando al techo, atenta. No sabía a qué venía aquella sensación alerta, como si estuviera esperando algo.

Suspiró y cerró los ojos un momento. Al abrirlos de nuevo comenzó a entonar una canción de cuna para sí misma, muy bajito para no despertar a su amiga.

Había salmodiado con su suave voz de soprano la familiar melodía un par de veces cuando escuchó golpes en el portón, sobresaltándose y dejando de cantar de golpe. Su alcoba se encontraba dos pisos por encima de la entrada, era fácil oír cuando alguien iba o venía desde allí.

Abandonó el lecho y se acercó a la pequeña ventanita de la que disponía la habitación. Abrió para asomarse un poco y vio dos figuras encapuchadas ante el portón del muro que cercaba el templo, una de ellas montando un caballo de pelaje claro.

Se volvió al notar la tibia mano de Jaridia en su hombro, pidiendo que la dejara mirar. Se movió y le hizo sitio a su amiga.

—¿Quiénes serán a estas horas? —Se preguntaba Jaridia, curiosa. Al encontrarse el Templo Blanco a las afueras del reino de Norwen era frecuente recibir viajeros de vez en cuando, pero no tan tarde.

—Son solo dos, no creo que sean bandidos —Conjeturó Namirielle, pensando con lógica.

Dejaron la ventana y se apresuraron a la puerta, justo cuando oyeron pasos por los pasillos. No eran las únicas despiertas.

Al salir vieron a varias sacerdotisas y un par de novicias. Sin que se dieran cuenta, se unieron a la comitiva. En el recibidor del templo vieron a más sacerdotisas, la Madre Blanca entre ellas, también algunas niñas y muchachas de la edad de Namirielle y Jaridia.

—Tranquilidad, por favor —pidió Liudenna, alzando las manos—. Seguro que solo son viajeros necesitados de un lugar dónde pasar la noche. Volved a vuestras alcobas.

No todas se marcharon, era demasiada la expectación, por ello la Madre Blanca no insistió y se dispuso a salir fuera. Namirielle y Jaridia la siguieron.

La más morena se arrepintió enseguida de no haberse puesto algo encima del camisón blanco, porque el frío era absoluto. Namirielle no debía haberse dado cuenta, sus ojos azules estaban fijos en cómo la Madre Blanca abría el portón y ambos encapuchados entraban dentro junto con su montura. En ese momento se percataron de que el que iba montado debía estar herido, no había más que ver cómo se encogía sobre el caballo. Liudenna también debió darse cuenta, porque sin pregunta alguna los condujo al interior.

El encapuchado que iba a pie se descubrió; era una elfa joven de cabellos rojizos. Todas se aliviaron al verla pues los elfos eran criaturas nobles y sabias, seguidores del bien y la naturaleza.

Entre la elfa y Liudenna bajaron al jinete herido. Este también se quitó la capucha; otro elfo, rubio y que podría tener la edad de la Madre Blanca, aunque Namirielle no podía saberlo. Los elfos no envejecían como los humanos, eran más longevos, por lo que resultaba casi imposible determinar la edad de uno de ellos.

Liudenna palideció al ver el rostro del elfo.

—¿Syrkail? —inquirió, asombrada al reconocerle—. ¿Qué te ha ocurrido?

El elfo de cabello rubio, Syrkail, esbozó una mueca de dolor mientras intentaba dar unos pasos, apretando una mano contra su costado derecho.

—Nos atacaron —le reveló la elfa pelirroja en su lugar—. Topamos con unos brujos, y si no fuera por la magia de Syrkail lo más probable es que hubiésemos muerto.

Liudenna asintió, comprendiendo. Entre las dos lograron guiar a Syrkail por varios pasillos, hasta una estancia adecuada para tratar sus heridas. Acompañada por Jaridia, Namirielle los seguía intrigada.

—¿Podemos ayudar? —Preguntó la joven de tez pálida y cabellos castaños, mirando anhelante los ojos verdes de la Madre Blanca. No se le daban mal las artes curativas, y la curiosidad que sentía respecto a la pareja de elfos era insaciable.

Liudenna la miró un momento, dubitativa.

—… Está bien, pero solo tú. Jaridia, vuelve a acostarte —Le ordenó a la otra muchacha que, aunque habría preferido no hacerlo, acabó por encaminarse de vuelta a su alcoba.

Namirielle siguió a Liudenna y los elfos en silencio, hasta alcanzar el estudio de la Madre Blanca.

Syrkail tomó asiento en una silla, y fue en ese momento cuando descubrió el objeto que llevaba contra su pecho, oculto hasta entonces por la capa oscura. Namirielle se acercó para verlo mejor, curiosa; se trataba de un libro, pero aquel era el más bonito que ella había visto nunca, con las tapas hechas de lo que parecía ser auténtico y delicado nácar, lo que hacía que más que un libro se asemejara a una joya de artesanía incomparable.

—Es precioso… ¿De qué trata? —Preguntó antes siquiera de darse cuenta de que hablaba, incapaz de despegar sus ojos claros de él.

El elfo la miró entonces, y volvió a esconder el libro entre los pliegues de su capa, lo cual entristeció a Namirielle; ella hubiera querido deslizar sus dedos por los bellos relieves de nácar.

Liudenna se movía de un lado a otro, trayendo consigo diferentes utensilios y hierbas que pudiera necesitar. Cuando ya estuvo lista para empezar Syrkail le susurró algo, y aunque Namirielle no pudo escucharlo supo que se refería a ella por cómo la miraba. Liudenna asintió una vez con la cabeza.

—Namirielle —se dirigió a la muchacha, que enseguida le prestó toda su atención—. Es tarde y no creo que sea muy grave, nada que un poco de reposo no solucione, ¿Por qué no vuelves a la cama?

Iba a replicar, preguntándose por qué querían que se fuera, pero acabó por obedecer y se retiró a su alcoba dónde Jaridia, aún despierta, la bombardeó a preguntas sobre los recién llegados. Preguntas a las cuales Namirielle no pudo responder, pues sabía tanto como ella.

Volvió a acostarse en su cama. Aquella noche soñaría profundamente con un lago azul y un libro muy parecido al que trajera el elfo consigo.





Liudenna miró atentamente con sus ojos claros a Syrkail, que aún tras la marcha de Namirielle seguía receloso de hablar, como si temiera que las paredes de piedra pudieran oírlo. Conocía al elfo desde que ella era muy joven, y aquella reacción no era normal.

—¿Por qué os atacaron?

Le devolvió la mirada, una plagada de preocupación.

—El Duque del Lago nos pidió a Kailette y a mí que fuéramos a investigar ciertos sucesos funestos en el norte —comenzó Syrkail con voz pausada—. Siguiendo una pista llegamos a una catarata, tras la cual se encontraba la caverna que buscábamos, antiguo hogar de raschidas. Dentro hallamos esto —una vez más descubrió el libro de nácar, depositándolo sobre la mesa de roble ante él—. Dos días después un grupo de brujos nos atacó por sorpresa. Brujos practicantes de tenebrosas artes, magia negra. Herimos a dos de ellos pero tuvimos que huir, y afortunadamente los Dioses lo permitieron porque estábamos en completa desventaja.

—Querían el libro —continuó Kailette, que había permanecido en silencio hasta ahora, al lado de Syrkail—. No sabemos por qué razón pero es inquietante, y más teniendo en cuenta el caos que se está formando en las tierras del norte; los brujos no hacen más que atacar las poblaciones campestres y arrasar las costas. El Duque cree que están buscando algo.

—Esto —completó Syrkail, poniendo una mano sobre el libro—. Tiene que serlo, pero se me escapa la utilidad que puede tener para ellos, puesto que nadie puede leerlo salvo las propias raschidas que lo escribieron.

Liudenna se acercó a la mesa. Con lentitud y sumo cuidado alzó el libro entre sus manos, acariciando los grabados de la cubierta; el trabajo empleado era demasiado sutil para manos humanas, incluso de elfos. Las raschidas eran ninfas de las aguas, seres benevolentes con un gran e infinito poder que siempre utilizaban para hacer el bien; se decía que ninguna voz era capaz de entonar unos cánticos tan hermosos.

—Es el libro de las raschidas, reconozco los símbolos —afirmó. Lo abrió y fue pasando las bellas páginas, que no eran de pergamino como los libros ordinarios sino de un material mucho más fino y delicado—. Pero aunque desciendo de una de ellas, me temo que no soy capaz de comprender su significado por completo, solo algunas fracciones para las que no hallo sentido —Concluyó, depositándolo nuevamente sobre la mesa.

Syrkail dejó caer la cabeza hacia delante, y unos mechones de cabello rubio le cubrieron el rostro. Él obviamente había esperado que Liudenna fuese capaz de leerlo gracias a su sangre raschida, para así comprender los actos y propósitos de los brujos.

—Hace mucho que las raschidas no se mezclan con mortales, desde que los humanos han dejado de rendir culto a la música como antaño —suspiró—. Si una raschida no se presenta ante nosotros, cosa improbable, dudo mucho que alguien más sea capaz de leerlo.

Para sorpresa de ambos elfos Liudenna empezó a reír, una risa corta y suave. La miraron, desconcertados. Ella les sonrió.

—Yo sé de alguien que podrá leerlo —les reveló—. Pero primero tenemos que tratar esas heridas.

Si Syrkail fuera una de sus alumnas, o un simple humano, habría insistido en saber quién era esa persona. Pero el elfo solo asintió en respuesta, con la paciencia de alguien que ha vivido mucho tiempo.





La mañana siguiente resultó de lo más espléndida para Namirielle, o esa era su impresión porque la realidad era que había amanecido gris a causa de las nubes. Pero su humor era excelente, rebosando alegría y felicidad. Varias muchachas del templo le preguntaron la razón de su radiante estado de ánimo, mejor de lo usual, pero ella no había sabido qué responder pues no tenía un motivo en particular.

Llenaba dos cubos en el pozo cuando vio a la Madre Blanca tomar asiento en uno de los escalones de piedra blanca que daban al templo. Namirielle se acercó cargando con los cubos llenos y se dio cuenta de que llevaba un libro consigo, y no uno cualquiera.

—¡Es el libro de ayer! —Exclamó, emocionada al verlo otra vez.

Liudenna sonrió, invitándola a unirse a ella, la joven dejando los cubos sobre el suelo y sentándose a su lado sin dudarlo.

—¿Te gusta? Es un libro muy especial.

—Es hermoso —Comentó, incapaz de dejar de mirar la cubierta. Jamás había visto un objeto así.

La Madre Blanca amplió su sonrisa. Para sorpresa de la muchacha, le tendió el libro de nácar.

—¿Puedo? —Inquirió Namirielle, mirándola con ojos titubeantes.

—Por supuesto.

Con sumo cuidado tomó el libro de sus manos, que resultó increíblemente liviano. Recorrió con sus dedos los singulares símbolos de la portada, el título.

—Cánticos del Agua —leyó bajo la atenta mirada de Liudenna, sin darse cuenta de que aquellos extraños símbolos no tenían nada que ver con la lengua común—. ¿Son canciones? —Le preguntó, más animada aún con aquella idea.

—Es posible —Fue la pensativa respuesta de la Madre Blanca.

Abrió el libro; las páginas, de una textura tan delicada y sublime que a Namirielle le resultó indescriptible, tenían un sutil reflejo nacarado al igual que los símbolos plateados esbozados con un trazo firme y perfecto sobre las páginas. Sus dedos los recorrieron, incapaces de no hacerlo ante tanta belleza. Pudo leer los versos que contenían, unos versos hermosos como nunca antes había leído.

Pero faltaba algo. Namirielle frunció el ceño, desconcertada y confusa.

—¿Qué ocurre? —Le preguntó Liudenna, que no había dejado de observarla con grandísima atención.

—No lo sé… —la miró por primera vez desde que sus ojos azules se posaran en el libro—. ¿No te parece que falta algo? —inquirió, mostrándole las páginas—. Es como si los versos necesitasen de algo más, una sonoridad…

Se interrumpió, al darse cuenta de lo que acababa de decir ¡Sonoridad! ¡Era eso lo que faltaba!

Volvió su vista al libro, releyendo los versos de aquella página. Enseguida supo lo que tenía que hacer; empezó a entonar una melodía con los versos casi por instinto, tan acostumbrada como estaba a hacerlo.




Tierra fértil y solitaria, verde y siempre hermosa, deja que la lluvia te acaricie. El sol se alzará, colmándote de gloria, y trayendo los colores a tu reino, tierra fértil. Tréboles de cuatro hojas, haced un lecho en la tierra, y bendecid a las criaturas en su paso. No pueden ver el sol, luz brillante, vida eterna, sobre las aguas de un lago sin fin.




Alzó la cabeza y pudo ver el sol reluciente como no había estado en todo el día y la hierba húmeda a su alrededor, al igual que su ropa y sus cabellos, a causa de la suave llovizna que mientras cantaba había caído sobre el lugar. Miró a la Madre Blanca, con la túnica y los pálidos cabellos también mojados.

—¿Qué ha ocurrido? —Le preguntó Namirielle, confusa.

—Has entonado una petición y la naturaleza te la ha concedido —fue su respuesta, poniéndose en pie y bajando los escalones restantes hasta la hierba cubierta en algunas áreas por tréboles de cuatro hojas—. No existe magia tan pura como la música, por eso las raschidas son tan poderosas. Incluso sus descendientes están dotados de mucho poder —se miró las manos, volviéndose hacia la aún desconcertada muchacha—. Tienes una voz sublime y un don muy especial, Namirielle. Lo has heredado de tu madre.

Abrió mucho los ojos ante la mención de su madre.

—No sabía que ella cantaba…

Liudenna sonrió un poco, con cariño.

—Tu madre posee la voz más hermosa que se ha escuchado en este mundo, corazón. Ella era una raschida, una ninfa del agua y la música —le reveló—. Eligió unirse a tu padre por amor, pero tuvo que regresar con sus hermanas tras tú naciste.

Namirielle se puso en pie de súbito. Nunca le habían contado eso, y la cogió por sorpresa. ¿Su madre una raschida? Hacía siglos que no se dejaban ver entre los humanos, ya casi no quedaban descendientes, ¿Cómo iba a ser su madre una de ellas?

—Pero… Madre Blanca, eso no puede ser —rió un poco, nerviosa—. Yo no soy una raschida.

—Cantas como una de ellas, y eres capaz de leer ese libro como solo un descendiente directo podría hacerlo.

—¿Y tú? —le tendió el libro—. ¿No eres capaz de leerlo?

—Reconozco algunos símbolos, pero soy incapaz de descifrarlo —confesó—. Han pasado demasiadas generaciones, la sangre raschida en mis venas es impura y apenas poseo algunos de sus dones. Tu caso es distinto.

Namirielle volvió a sentarse sobre un escalón de piedra, sus ojos del color del mar posándose en el libro de nácar que descansaba en su regazo. ¿Sería ese el motivo por el que había sentido tanta curiosidad hacia el libro, un libro hecho por las raschidas? Se preguntaba, tratando de asimilarlo.

— ¿Cómo estás tan segura? —Inquirió, aún con la vista puesta en la cubierta de nácar.

—Cuando llegaste con tu padre lo reconocí en tu aura, en tu mirada. Y esa forma de cantar… tenías que serlo, no podía equivocarme. Este hecho lo confirma.

Alzó la cabeza para mirarla.

—¿Y por qué me lo cuentas ahora? Siempre hablas de las raschidas, nos inculcas a todas el valor de la música y la naturaleza, pero jamás me lo habías dicho.

—Y esperaba no hacerlo —suspiró levemente—. Pero la llegada de Syrkail con el libro lo ha cambiado todo. Están ocurriendo cosas en el norte, cosas horribles, y puede que el libro ayude a cambiarlo. Vinieron al templo pensando que a lo mejor yo podría leerlo pero solo una raschida, o un descendiente directo como tú, sería capaz de hacerlo completamente —regresó junto a ella, tomando asiento dónde antes lo hiciera. Alzó una mano y le acarició los rizados cabellos castaños—. ¿Podrías leerlo para Syrkail? —Pidió, con dulzura.

Se tensó un poco, nerviosa con la idea. Nunca le había gustado cantar en público, ni siquiera en el templo, para ella era un acto privado e íntimo que no se sentía cómoda al compartir. Y a esos elfos no los conocía.

—No es necesario que cantes —añadió la Madre Blanca, al notar su inquietud—. Solo lee, para que él pueda comprender su significado y así encuentre lo que busca.

Seguía mostrándose un poco reacia, pero acabó por asentir con la cabeza tímidamente. Liudenna le sonrió con calidez, depositando un beso en su frente.

—Te lo agradezco, no sabes lo importante que puede llegar a ser —se puso en pie—. Pero aún tienes tareas pendientes —Comentó, con un gesto señalando los cubos de agua abandonados.

Namirielle ya se había olvidado completamente de ellos. Se puso en pie también y le tendió el libro, dispuesta a devolvérselo, pero Liudenna lo rechazó con un ademán.

—Pertenece a las raschidas, por tanto también es tuyo. Guárdalo en un lugar seguro.

Luego, bien entrada la tarde, Namirielle pudo retirarse a su alcoba tras concluir con sus tareas diarias. Impaciente, sacó el libro de nácar de debajo de la almohada dónde lo había escondido y lo abrió, nuevamente maravillándose por el trabajo y cuidado empleados en su creación.

Pasó mucho tiempo leyendo, hasta que el sonido de la puerta al abrirse la sobresaltó. Se apresuró en ocultar el libro bajo la almohada, y al dirigir la mirada hacia la puerta descubrió a Jaridia, que ni se había enterado de la rápida reacción de su amiga.

—Estoy agotada —se quejó la muchacha de piel morena, dejándose caer sobre su cama pesadamente—. Necesito un baño caliente con urgencia.

Namirielle se echó a reír. Jaridia siempre acababa cansada después de una dura jornada y suplicando un baño.

—A lo mejor hoy tienes suerte —le dijo—. ¿Qué has estado haciendo, por cierto? No te he visto en casi todo el día.

—La Madre Blanca se llevó algunas alumnas al bosque, para recolectar unas hierbas medicinales. Nos llevó toda la tarde pero al final encontramos todo —abandonó su cama, para arrojarse prácticamente sobre la de Namirielle, que le hizo sitio siempre procurando que la almohada no se moviera demasiado; Jaridia era como una hermana para ella, pero aún así no estaba segura de que fuera buena idea hablarle del libro, mucho menos de su sangre raschida que ni ella misma había asimilado aún—. ¿Y tú? Te tocó en las cocinas, ¿Verdad? —asintió en respuesta—. Hoy ha sido un día soleado, y eso que al principio estaba todo nublado y triste. Habrás pasado calor.

Namirielle esbozó una temblorosa sonrisa. Y pensar que la razón de que las nubes se disiparan era cosa suya…

—Un poco, pero no fue para tanto.

—¿Y los elfos? Meria dice que estaban en la biblioteca con la Madre Blanca y que apenas han salido de allí.

Tragó saliva. Seguro que aquello tenía algo que ver con ella y el libro. Se puso en pie, incómoda con la curiosidad de Jaridia por los recién llegados.

—Creo que voy a ir al pozo un rato ¿Me acompañas? —Propuso, deseando estar al aire fresco, sentir la hierba bajo sus pies y el viento en sus cabellos color miel.

A Jaridia le faltó tiempo para aceptar. Cogidas del brazo y susurrándose, fueron avanzando por entre los pasillos del templo ajenas a las demás muchachas y niñas con que se cruzaban, a todo en general. Siempre era así cuando estaban juntas, se creaba una burbuja a su alrededor aislándolas del mundo exterior.

—Namirielle.

Liudenna era la única capaz de romper esa burbuja. Ambas cesaron el paso y se dieron la vuelta, mirándola.

—¿Sí, Madre Blanca?

—Me gustaría que vinieras a la biblioteca un momento… con el libro que te di antes.

Ella asintió, inquieta. Se separó de Jaridia y tras regresar a su cuarto para coger el libro de nácar, se encaminó a la biblioteca. Como ya imaginaba en un principio, Syrkail y la otra elfa se encontraban allí.

—Hola… ¿Me habían llamado?

Syrkail asintió. Con una cálida y tranquilizadora sonrisa, le indicó la silla libre a su lado. Ella se sentó tras varios segundos, muy rígida.

—La Madre Blanca nos ha hablado mucho de ti, pero lo cierto es que ni siquiera nos hemos presentado formalmente. Mi nombre es Syrkail Sulentarië, Archimago del Reino de los Elfos —se presentó, tomando una de sus manos cordialmente—. Y ella es Kailette Äniratell, mi ayudante —la elfa pelirroja, que no aparentaba ser mucho mayor que la propia Namirielle, dio un paso adelante y realizó una breve inclinación de cabeza que ella correspondió—. Es un honor conocerte.

—Igualmente… —murmuró, desviando la mirada hacia su regazo, al libro de nácar concretamente, para luego alzarla hacia él—. ¿Se encuentra mejor? —Le preguntó.

El elfo presionó afectuosamente su mano antes de soltarla, con un leve asentimiento.

—La Madre Blanca es una gran sanadora —dijo mirando un momento a Liudenna—. Nos ha contado que eres capaz de comprender la escritura de las raschidas —comentó. Namirielle asintió un poco, volviendo a desviar la vista hacia el libro—. ¿Qué significa el titulo? —Preguntó, volviendo a sonreírle.

—Cánticos del Agua —Respondió sin dudar. Aunque al principio se había sentido nerviosa, intimidada incluso, lo cierto era que la presencia del elfo resultaba muy agradable y tranquilizadora. Nunca había sentido un aura tan clara y brillante en una persona, salvo en la Madre Blanca.

Syrkail se frotó la barbilla, intrigado.

—Mmm… en el fondo no debería sorprenderme. El poder de las raschidas proviene de su canto. Y el agua es su hogar, el elemento al que están unidas por naturaleza —hizo una breve pausa, meditativo—. ¿Has llegado a leerlo todo? —Preguntó entonces.

—Solo un poco, no he tenido tiempo de terminarlo… —se volvió para mirar a Liudenna, que permanecía junto a una estantería escuchando con atención. La Madre Blanca sonrió, animándola a contarle más. Namirielle miró de nuevo al elfo—. Estoy segura de que son canciones; los versos parecían historias, otros eran consejos, y creo que también había hechizos. Recuerdo haber visto un libro de hechizos una vez, se parecía mucho.

—¿Qué tipo de hechizos? —Se interesó Kailette, mirando fijamente a Namirielle con sus ojos verde oliva.

—No lo sé, no entiendo mucho sobre magia… pero parecían importantes, o esa fue mi impresión.

Liudenna se acercó a la silla de Namirielle por detrás, posando sus manos sobre los hombros de la muchacha.

—El libro contiene los hechizos, o cánticos como cita el título, más poderosos de las raschidas —comentó, mirando a Syrkail y a Kailette por turnos—. Eso ya lo sabemos. Pero Namirielle carece de conocimientos sobre magia; las raschidas no son hechiceras, de modo que su poder y dichos cánticos no funcionan como los hechizos. Tendremos que ser más concretos al preguntarle —Sugirió.

El elfo asintió, comprendiendo.

—Muy bien… —murmuró para sí, meditativo—. Namirielle, ¿Por casualidad alguna de esas historias que mencionaste antes trata sobre almas encarceladas en otro lugar?

La muchacha se quedó pensando un momento, haciendo memoria. Finalmente negó con la cabeza.

—Creo que no. Los cánticos que leí estaban relacionados con la naturaleza. También hablan del amor y la bondad. Había una historia muy triste sobre el sacrificio en pos de un bien mayor… pero no termino de entender cómo un cántico que cuenta una historia puede ser un hechizo.

—Las historias tal vez sean el motivo para el cual existen las canciones, aunque como las raschidas no son hechiceras es difícil para mí saber cómo utilizan su poder y tales cánticos —volvió a cogerle la mano—. Necesito que los leas. Estoy seguro de que así sabremos cuál es el que estamos buscando.

Ella asintió un poco. Iba a preguntar por qué tenían tanto interés en un cántico en concreto, qué era lo que estaba ocurriendo en el norte, pero la puerta de la biblioteca se abrió interrumpiéndola antes de empezar. Era una de las sacerdotisas más mayores, Meria, a quien la Madre Blanca solía dejar a cargo del templo cuando se ausentaba.

—Disculpadme por interrumpir —dijo—. Pero acaba de llegar un mensajero desde Norwen. Viene de parte del Duque del Lago.

Liudenna asintió, indicándole que podía irse. Miró a los allí presentes.

—Tendremos que dejar la lectura para más tarde.

Todos salieron de la biblioteca, yendo a recibir al mensajero recién llegado, dejando a Namirielle sola. La joven aprovechó para volver a revisar lo que había leído, pensando en cuanto Syrkail había comentado respecto a la relación entre las historias y aquellos cánticos que ella inicialmente supuso eran hechizos; sí, la conexión existía, la veía en los versos pero no sabía para qué servían exactamente.

Suspiró. No era una hechicera, ¿Qué iba a saber sobre cualquier tipo de magia, especialmente una tan arcana que ni los propios hechiceros comprendían? Solo conocía al respecto lo poco que hubo leído sobre magia en la biblioteca del templo.

Pasaba las páginas con rapidez, pero se detuvo en una repentinamente. Leyó. Indicaba unos pasos a seguir de algo parecido a un ritual, y mostraba en la parte baja un hermoso dibujo en tinta negra de lo que parecía un trono. La visión le dio escalofríos y no supo porqué. Los versos, aunque siniestros, eran bonitos. Parecían invocar algo, pero no sabía qué.

En ese momento Liudenna y Syrkail entraron, hablando sobre algo de un viaje. Namirielle alzó la vista del libro, atenta.

—Hay algo que me gustaría enseñaros —Comentó, en cuanto le prestaron atención.

Les mostró la página del libro, leyendo en voz alta los versos para que comprendieran los singulares símbolos allí escritos. Cuando terminó los miró uno a uno, expectante.

—¿Quién es Korsten? —Preguntó, aquel nombre mencionado en varias ocasiones durante la lectura.

La Madre Blanca parecía preocupada, mientras que la expresión del elfo era de total reflexión. Ninguno de los dos pareció haber escuchado a la joven.

—Sé lo que es… y creo que tú también, Liudenna —la Madre Blanca asintió, la tensión perceptible en sus rasgos. Namirielle parpadeó un par de veces; ella no entendía nada—. Se trata de un ritual —le explicó Syrkail, al darse cuenta de su ignorancia—. Un ritual que, si se llevara a cabo, liberaría a una persona que bajo ningún concepto debe volver a pisar esta tierra.

—Oh… ¿Y es posible que ese ritual sea de interés para alguien? —Le preguntó la muchacha.

—Para mucha gente que se dedica a las artes oscuras, quizás… pero afortunadamente no podrán leerlo —añadió, con un suspiro de alivio—. Imagino que al Templo Blanco no llegarán muchas noticias, pero en el norte una banda de brujos negros está sembrando el caos en pueblos y pequeñas ciudades de campesinos y pescadores. Kailette y yo teníamos la misión de averiguar qué ocurría, y viajar a Norwen para informar al Duque del Lago… pero hemos tenido que parar aquí por culpa de mis heridas. Mi magia se está regenerando, pero no creo que pueda montar a caballo aún, y nos estamos retrasando.

—No es culpa tuya —le dijo Namirielle—. Esos brujos debían ser muy poderosos si tu magia no pudo vencerlos.

El elfo la miró, sorprendido.

—¿Cómo lo sabes? —Se interesó, intrigado. Era un hechicero poderoso pero eso no podía verlo ningún humano normal, solo un elfo u otro mago.

Ella no supo a qué se refería.

—Tu magia es grande, lo noto… —y al ver cómo su desconcierto aumentaba, preguntó—. ¿He dicho algo extraño?

—Sí… bueno, no. Supongo que la sangre raschida en tus venas te da ciertas habilidades que los humanos corrientes no poseen. Es inusual, pero normal en un caso así —entonces el elfo sonrió—. No hay más que ver la soltura con la que eres capaz de leer ese libro, dudo que nadie más en todo el continente pueda lograr tal hazaña.

Liudenna, sentada hasta entonces en una de las butacas que rodeaban la gran mesa de roble, se puso en pie.

—Es tarde y la cena no tardará en servirse —anunció—. Creo que Namirielle tiene cosas que hacer.

A ella no le hubiera importado quedarse en la biblioteca un poco más, pero era cierto que le tocaba ayudar en las cocinas. Recogió el libro y abandonó la estancia, camino a su cuarto. Lo escondería de nuevo bajo su almohada y bajaría a las cocinas.

La cena transcurrió fluida, como si Namirielle no se encontrara en el comedor. Ni siquiera Jaridia, quien no paró de hablarle sobre esto o aquello, logró sacarla de su ensimismamiento. Porque la muchacha no dejaba de meditar respecto a todo lo que había descubierto a lo largo del día; desde su sangre raschida, hasta la conversación mantenida con Syrkail sobre el libro, y lo que ocurría en el norte. Ella no tenía ningún recuerdo de aquel lugar pero era allí dónde había nacido, de dónde su padre provenía, y no podía dejar de sentir curiosidad y lástima; en ningún sitio deberían ocurrir cosas malas.

Apenas fue consciente del trayecto a su cuarto, recién se había introducido en la cama cuando reparó en ello. Sacudió la cabeza. Estaba muy distraída, seguro que hasta parecía tonta. Debía centrarse ya y dormir, porque mañana sería un día largo.

Un diminuto rayo de sol la despertó al amanecer. Con lentitud se incorporó, apartándose los cabellos rizados de la cara. Había vuelto a soñar con aquella melodía tan bonita, y de nuevo se preguntó por qué le resultaba tan familiar. Tal vez la había oído tiempo atrás y ya no se acordaba. Qué pena.

Aún con la canción en su cabeza, se vistió y comenzó con sus quehaceres diarios, más en las nubes que en la tierra bajo sus pies.

Su concentración aquella mañana era incluso peor que la noche anterior, pero por suerte no se estaba equivocado a la hora de recoger las hierbas que la Madre Blanca necesitaba.

Respiró el aroma del bosque, sintiéndose en paz. Le encantaba que Liudenna la enviara a recolectar hierbas y frutos; era lo más hermoso, colorido y lleno de vida que había conocido.

—¿Necesitas ayuda?

Al oír la melódica voz se volvió, saliendo de sus pensamientos de golpe. Era Kailette, la elfa pelirroja, quien probablemente estaría dando un paseo.

—Hola… no, gracias. Ya casi he terminado.

Ella asintió con una pequeña y agradable sonrisa. Y pensar que apenas parecía dos o tres años mayor que Namirielle, y que podría multiplicar su edad por docenas…

—Eres del norte, ¿Verdad? —Inquirió de pronto Kailette, sorprendiéndola con la pregunta.

—Sí, así es, ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, las raschidas siempre han frecuentado sus aguas. Lo supuse.

Namirielle recogió del suelo su cesto cargado de hierbas. Cierto, no hacía falta ser muy listo para pensar en ello, además de que su aspecto no era lo habitual en una norwentana; demasiado pálida, además de poseer un cabello más claro de lo común entre las gentes del reino sureño, así como sus ojos azules.

—Lo que está ocurriendo en el norte… ¿Seguro que el libro puede hacer algo para arreglarlo?

—Por supuesto —aseguró la elfa, con gran convicción—. Pertenece a las raschidas, su magia está dentro. Tiene que ser capaz de devolver la paz que esos brujos han destruido —y al ver la duda en sus ojos, añadió con dulzura—. No comprendes bien hasta qué punto puede llegar el poder de esas hermosas criaturas, pero pronto lo entenderás.

—¿Sabes a quién se refería el ritual que os enseñé ayer, en la biblioteca?

Kailette suspiró, desviando sus ojos verdes por el bosque que las rodeaba.

—Alguien horrible —dijo con cierto temor—. Lo llamaban el Rey Oscuro, porque usaba la magia negra en formas que nadie más podía comprender. Un hechicero cuyo inmenso poder incluso hoy en día es reverenciado por los practicantes de las artes oscuras, que aspiran a ser como él. Gobernó en el norte hace cien años, el suyo fue un reino tan glorioso y vasto como manchado de sangre debido a su implacable crueldad. Fue encerrado en un sello dimensional, creado por las raschidas que lo exiliaron, para impedir que siguiera conquistando tierras en guerras devastadoras donde miles y miles de personas murieron —miró a Namirielle—. No poseo magia pero sé algunas cosas sobre las artes oscuras, y no quiero ni imaginar qué sería de todos nosotros si él fuera liberado…

No siguió hablando, su voz apagándose paulatinamente debido al desanimo que la embargó. El humor de Namirielle cayó en picado, contagiada.

—Tranquila, ya verás como nada de eso ocurre —añadió la elfa, sonriendo nuevamente al ver la repentina palidez en su cara—. Al fin y al cabo, solo tú puedes leer el libro.

17. Dezember 2020 06:33 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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