Siempre supe que había algo mal en mí.
Papá también lo sabía.
Y era demasiado evidente en su manera de tratarme como para ignorarlo.
Nunca supe la razón de ello hasta que finalmente me quebré y las mariposas negras redujeron todo lo que conocía al indudable misterio.
Comenzó mi destino.
Era un destino donde yo era la principal causante de avivar el caos y provocar destrucción. La realidad de todo eso me llevó a caer en cuenta de que era peligrosa.
Pero ¿cómo podía evitar sentirme atraída hacia las sombras de muerte que perseguían a cada persona que hallaba en mi vida? ¿A las mariposas negras que buscaban con insistencia drenar la energía vital de cada persona que se adentraba en lo profundo de mi pecho?
No era capaz de impedir nada.
No era capaz de hacer nada para salvar a los que me rodeaban.
Solo debía de acostumbrarme a mi apodo: «La reina de la desgracia».
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