Primera historia de mi antología Noches de Octubre: Cuentos de Horror y Locura.
Jorge corría en medio de los árboles enormes con follajes oscuros, oyendo el silbido del viento gélido y sintiendo el ardor en sus piernas durante la carrera. El guardia del cementerio seguía detrás de él, a escasos metros, pisándole los talones, gritando para que se detuviera. Si lograban pescarlo, irían a prisión irremediablemente: su perseguidor no podría imaginar siquiera lo que había estado haciendo antes de que interrumpiera su excavación en esa tumba.
Había cometido un crimen.
Siguió andando a toda prisa, con el aliento entrecortado y un terrible dolor en el pecho por los tragos del aire helado que le cortaban las entrañas, como cuchillos atravesando sus pulmones. Las hojas secas del bosque crujían bajo sus pies con cada zancada. Mientras huía, recordó el preciso momento en que logró abrir el ataúd y pudo ver a la mujer de nuevo: esa pálida expresión, esas finas facciones tan exactamente bien conservadas y ese extraño brillo de su piel ante la luna de otoño. Aún se veía tan joven, tan bella, tan… viva. Llevaba más de un mes enterrada. Sin duda alguna, lucía más siniestra que nunca, rodeada por un halo fantasmal, mientras yacía plácidamente dentro del cajón de madera acolchada.
Sí. Jorge había acudido esa noche a profanar su sepultura. No había otra manera de librarse de ella. Tenía que reclamar su pertenencia…
Siguió corriendo, su corazón latía como una locomotora. Sostenía en su mano, llena de tierra y lodo, el anillo de oro que había retirado con el más sumo cuidado del tieso dedo del cadáver en el féretro, de esa mujer que había sido llorada y sepultada. Él mismo había llorado en el funeral.
Era Lucy, su esposa. O algo que se le parecía.
Mientras huía, Jorge pensó también en cómo su matrimonio se fue al diablo después de que Lucy volviera de su viaje a Sudamérica. Era parte de una investigación por su posgrado en antropología acerca de ciertos rituales sobrevivientes al exterminio cultural de los colonizadores europeos. Su trabajo sería sobre ritos de hechicería practicados desde antes de la llegada de Colón al continente. Sin embargo, a su regreso desde la lejana tierra amazónica, la bella joven, divertida e intrépida, esa mujer con quien él se casó un lustro antes, había comenzado a actuar distinto. Se había vuelto sumamente hosca y terriblemente misteriosa.
Durante las primeras madrugadas después de su llegada, Jorge solía despertar al sentir unos escalofríos espantosos; se sacaba las cobijas de encima y, entonces, veía a Lucy fuera de la cama, de pie frente al inmenso marco de la ventana que adornaba su habitación; estaba ahí quieta, petrificada como una estatua, mirando siempre hacia el exterior, hacia la luna, esa luna pálida y brillante. Era como si la llamara y ella acudiera en respuesta para contemplarla con esos extraños ojos de brillo plateado.
Pero los ojos Lucy eran de otro color. Poco después, comenzó a usar lentes de contacto para simular sus pupilas bermellón. Él lo sabía. Esos ojos de mirada metálica no eran los de su esposa.
Esa no era su mujer. Ya no más.
Ya nunca más.
Y sabiendo esto, cada día que pasaban bajo el mismo techo se volvía verdaderamente terrible y enloquecedor, especialmente a la hora de dormir en la misma cama: en esos momentos era cuando él más se sentía inválido y atormentado por la idea de que esa persona era una completa extraña. Una invasora de su hogar.
Y así vivió, aterrado hasta los huesos, durante casi seis meses...
El guardia seguía corriendo a veinte metros detrás de él: podía oír sus pasos y su voz ordenando que se detuviera. «¡Alto!, ¡regrese acá!», le gritaba. Sus piernas comenzaron a flaquear, el ritmo de la carrera disminuyó ligeramente, su vista empezó a tornarse borrosa. Jorge sabía que el oficial no le creería ni media palabra apenas lo alcanzara.
¿Quién podría creerle?
Pensó en las circunstancias de lo que habría ocurrido en ese viaje: trajo a su memoria las palabras de Lucy, antes de la expedición, cuando ella le habló de ciertas regiones del Amazonas donde algunas tribus adoraban a la luna y practicaban rituales para entidades antiquísimas, protectoras de las selvas, de los ríos, de las tribus mismas, y a quienes entregaban ofrendas y sacrificios. Se sabía que las comunidades de la selva rogaban por buenas temporadas de caza y de cosechas.
Ella siempre hablaba con fascinación sobre estos rituales, encantada con la oportunidad del viaje y una emoción que no le cabía en el pecho. Era radiante cuando compartía sus planes y sus expectativas.
Pensó también en todo lo que pudo haber acontecido allá. Aún le resultaba desconocido y su esposa ya no mencionó nada, tras su regreso, acerca de su compañera de expedición, Esmeralda, amiga de ambos.
La amante de Jorge.
Recordó además haber visto marcas extrañas, como figuras o símbolos tatuados en algunas partes de la espalda y del vientre de Lucy… La noche en que las descubrió, una de las primeras después de que volvió a casa, mientras parecía dormida y él trataba de acariciarla, sintió bajo su blusa cicatrices con formas desconocidas. Le levantó la ropa con sumo cuidado y descubrió con sorpresa y horror decenas de esos pequeños y curiosos relieves sobre la tersa piel de la muchacha. Eran verdaderamente extrañas, patrones ininteligibles, símbolos desconocidos.
Le movió del hombro para despertarla y la interrogó inmediatamente, con genuina preocupación; ella apenas dijo palabra, se apartó de él y se envolvió con las cobijas, ignoró el asunto como si nada de eso en verdad importara, como si no fuese relevante. Luego, se volvió a dormir y lo dejó ahí, solo y desconcertado.
Posteriormente, ella prefirió ocultarlas. Casi no mantenían contacto con su familia pues vivían en otro estado, pero incluso en escasas visitas, nadie más pudo notar nada verdaderamente preocupante. Si preguntaban por el viaje ella decía, «fue decepcionante, no encontré nada de lo que buscaba», luego preguntaban acerca de la investigación y ella objetaba que la pospondría durante un semestre. Y todos hallaban la respuesta razonable: el fracaso de la expedición le estaba causando una depresión temporal, pero seguía siendo la misma de siempre.
Había logrado engañarlos a todos.
Solo Jorge sabía de la transformación, o mejor dicho: la suplantación de la que había sido objeto su esposa. Nadie percibía esos drásticos cambios como la falta de la higiene meticulosa por las mañanas después de despertar y salir de la cama, la carencia de su absurdo perfeccionismo al lavar y acomodar los trastes después de desayunar; la ausencia de sus melodías en el teléfono mientras se duchaba; Lucy había pasado de ser una compañía cálida y alegre, a una solitaria y oscura presencia que se ocultaba en la alcoba casi todo el tiempo durante el día.
Era como una sombra, siempre escondiéndose entre la casa... aún después de años enteros de matrimonio pasando las tardes junto a él, tumbados sobre el sofá. Nadie sabía del descuido en que tenía el viejo anillo de oro que, por primera vez en cinco años, ella mantenía sin enderezar ni acomodar durante días enteros, aunque el acto de rotarlo había sido una de sus principales manías durante media década. Nadie compartía tanto tiempo con ella, ni conocían tan bien sus más mínimos detalles como él.
Por eso los engañó a todos. Pero a él no.
Los tragos del aire empezaron a llenar sus pulmones de una sensación acuosa y sintió que se ahogaba, que ya no podía respirar más. Su visión se oscureció durante un instante fugaz y pensó que había visto una sombra cubriendo todo el terreno, como si algo hubiera ocultado la luna durante una fracción de segundo.
Trastabilló y casi chocó con un árbol pero luego apretó el paso.
Había tratado de llamar a Esmeralda durante todo ese tiempo. Jamás atendió su llamada. El miedo de pensar que Lucy lo hubiera averiguado por un comentario inocente y desatinado, por un lapsus, o un descuido del teléfono de su compañera, lo mortificaba de forma brutal. Lo suyo solo había pasado un par de veces, pero ya era motivo suficiente para que todo terminara muy mal.
Y en casa, el terror lo mantenía apresado y sin saber qué poder hacer. Lucy ya no era Lucy. A veces tenía pesadillas en las que él mismo vagaba por una selva con árboles inmensos, a mitad de la noche, y oía los gritos de Esmeralda en medio de un coro de cánticos en voces extrañas; alaridos de dolor y agonía, como si la torturaran. Entonces despertaba y veía la silueta de su esposa justo frente a la ventana.
Vigilando.
El miedo que le produjo desde entonces fue tan profundo y grotesco, tan desagradable que simplemente no pudo tolerarlo más, pensó en llevarla a terapia, al psiquiatra; luego, pensó en marcharse, abandonarla sin dejar nota ni rastro suyo; o quizá pedir el divorcio, poner fin a todo y alegar cualquier cosa para no tener que dormir más con ella, vivir más a su lado.
Pero una noche, a mitad de esas pesadillas de gritos y alaridos en medio de una selva desconocida, escuchó un grito real viniendo desde la sala. Despertó y vio la cama vacía. Se oyeron ruidos de objetos que cayeron al suelo, y murmullos de forcejeos. Corrió hacia la sala gritando por Lucy. Encontró una escena horrorosa: había un hombre tirado de espaldas en el suelo, con la garganta abierta y chorreando sangre. A unos metros de él, estaba Lucy, también recostada en el piso: tenía un cuchillo de cocina enterrado en el pecho…
La puerta de la casa estaba abierta. Había una mochila en el piso. Jorge se aproximó a ella y la vio tiritando, casi como en una convulsión. El otro hombre llevaba un pasamontañas y trataba de contener su hemorragia. Se arrancó la máscara de la cara, lo miró con ojos suplicantes y aterrados, estiró la mano hacia él para que lo ayudara. La vida se le escapaba entre los dedos y escuchó un gorjeo salir de su boca mientras se ahogaba con su propia sangre. Dejó de moverse.
Cuando se aproximó a la mujer y vio esos ojos plateados, abiertos, centelleando: lo miraba con odio infrahumano, mientras gruñía con sonidos como los de un animal colérico; sonidos fuera de cualquier lengua o capacidad mortal.
Eso de ahí no era su mujer, no era una persona.
No era humano.
La miró moviéndose entre espasmos agónicos: aún no estaba abatida. Cuando trató de tomar el cuchillo para sacarlo de su torso, Jorge corrió directo hacia ella y lo hundió más y más profundo hasta que los siseos de esa criatura vestida como Lucy se apagaron completamente y se convirtieron en un silencio mortuorio.
Por poco perdió la razón: reprimió sus propios gritos de horror y, tras un esfuerzo brutal por recuperar la compostura, aprovechó el escenario de la intrusión para fingir el resto de la tragedia. Se infringió cortes menores en los antebrazos y sobre el hombro izquierdo; se dio un par de golpes en la cara y luego corrió contra una pared para estrellarse y quedar inconsciente durante algunos minutos.
Cuando despertó llamó al número de emergencias.
La policía forense se mantuvo consternada: la escena era caótica, hallaron sangre del intruso bajo las uñas de la mujer pero eso no explicaba el deceso del asaltante. Era como si al ladrón lo hubiera destrozado un oso. Entre los testimonios brindados por Jorge, se estableció que hubo una pelea: varios forcejeos, primero Jorge resultó herido por el invasor cuando bajó a revisar los ruidos, y después Lucy lo atacó con el cuchillo; finalmente, con su último movimiento, el otro logró arrebatarle la navaja y enterrarla en el pecho de la desdichada mujer. Lo más extraño fue que los vecinos no oyeron gritos.
Para el viudo, más allá del horror que doblegó su mente y su corazón, fingió una profunda tristeza ante las miradas abatidas de amigos y familiares: durante el funeral, se mostró genuinamente devastado por la muerte de su esposa.
Las investigaciones de la fiscalía no arrojaron respuestas cabales.
Cerca de un mes después del velorio, Jorge volvió a tener pesadillas: sueños terribles que lo atormentaron durante las horas nocturnas. Veía a Lucy, su pálido rostro, la veía distinta, más cambiada, deformada, su cara era monstruosa y parecía estar salpicada en sangre; las finas facciones angelicales de las que él se había enamorado mucho tiempo atrás, ahora se mostraban transformadas en un rostro horroroso con ojos rojos y centelleantes como la luna misma, mirándolo fijamente, con odio. También veía el anillo de oro brillando en la cadavérica mano de su mujer, esa prenda entregada con verdadero amor y que, de algún modo, aún lo mantenía atado a ella, a ese cuerpo que parecía haber sido usurpado por algún demonio o bestia antigua, disfrazada bajo sus prendas y bajo su piel.
En el sueño, Jorge se sentía como una presa. Huía desesperadamente a través de la selva, en medio de una orquesta de gritos salvajes y tambores tribales; por ahí escuchaba de vez en cuando los alaridos de una voz parecida a la de Esmeralda, pero era como si le estuvieran arrancando el corazón del pecho, como si se lo arrancaran a él también y lo dejaran con el torso abierto y las costillas rotas.
Pasó casi veinte días más con esas horribles visiones. Lo poco que quedaba de su maltrecha cordura comenzó a resquebrajarse todavía más.
La desesperación lo obligó a volver por el anillo: pensaba que, al quitárselo, arrancaría de tajo el último vínculo con Lucy, con esa cosa, esa criatura impostora, que así podría cortar cualquier lazo restante y así se detendría todo, que pondría fin a sus sangrientas visiones oníricas.
Siguió corriendo, apretando la pequeña sortija metálica entre sus sucios y sudorosos dedos, respirando agitadamente ese aire frío y punzante del bosque.
Entonces, escuchó un grito desgarrador a sus espaldas: era un chillido agudo y siniestro, como el de una bestia voraz. Se distrajo y entonces tropezó con una rama en el suelo, cayó sobre el terreno lodoso y rodó un par de metros.
El guardia del cementerio logró alcanzarlo y gritó, «¡quédese quieto!, ¡la policía ya viene en camino!», mientras le apuntaba con una pistola inmovilizadora y una linterna.
Un nuevo chillido, agudo y escalofriante, inundó las copas de los árboles. Ambos voltearon a ver hacia todas partes en busca de algo. Era como si el grito viniera de entre las ramas de los pinos y los cedrones de todo el bosque. Jorge miró se incorporó con dificultad, ahora tenía un tobillo torcido, y trató de caminar hacia el oficial: la lámpara apuntaba hacia todas partes con pulso tembloroso.
«¡Quédese quieto!», repitió el guardia.
Otro chillido resonó entre los árboles, como si brincara de una copa a otra. Y antes de que ninguno pudiera decir o hacer algo, una sombra fugaz descendió desde las alturas y tomó al de seguridad por los hombros para llevárselo consigo, arrastrándolo en una línea vertical ascendente, hacia la pálida y brillante luna de otoño, mientras gritaba de miedo y horror.
Jorge se quedó petrificado por el susto: apenas unos segundos después, el cuerpo del guardia cayó contra el suelo del bosque, y se rompió el espinazo con un crujido espantoso y letal.
Casi de inmediato, escuchó un ruido a sus espaldas y se dio media vuelta: frente a él, vio una delgada silueta erguirse a tres metros de distancia.
Era ella. Su difunta esposa, esa mujer transformada en demonio, idéntica a la horrible criatura que se le había aparecido en sus pesadillas.
Ahí estaba, mirándolo con esos ojos metálicos y brillantes, esos ojos llenos de ira, de un enojo desconocido, ajeno al corazón humano. Jorge sintió un miedo tan horrendo, tan profundo, que le hizo aflojar la mano y dejó caer la sortija de oro al piso cuando Lucy se abalanzó sobre él.
Vielen Dank für das Lesen!
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