mazzaro José Mazzaro

¿Será acaso, que podemos impregnar de nuestra más sagrada esencia a las cosas que nos rodean? Cómo, por ejemplo, decir: “en esta casa hay algo de mí”, o incluso “aquella cómoda, esa de la esquina, tiene idénticas facciones que las mías".


Thriller Nur für über 18-Jährige.

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Capítulo único

A diferencia de aquellos que juzgarían a la locura como un abismo inacabable, en el cual uno cae sin esperanzas hasta que la luz del sol se hallase ida, yo, en cambio, siempre vislumbré la alienación mental como una especie de montaña cuya cima se conquista día a día. Con tesón y voluntad. Y no por tener el deseo de escalarla, llega uno verdaderamente a lograrlo. Se necesitan las herramientas suficientes, el estado físico, la sed de la victoria, y más que nada, la persistencia que sólo los mal llamados desequilibrados pueden tenerla. Después de todo, ¿quién logra poseer el mejor panorama de visión -tan abarcador y completo- que alguien que se encuentra en terreno elevado?, por encima de las nubes a veces. Los pasillos de la insanidad son parte de una amplia casa invisible, a la cual únicamente los elegidos pueden acceder. Muchos son los que llaman a sus puertas, pero pocos son los que ingresan, ciertamente. Hay personas, por ejemplo, que por algún evento brusco y traumático, creen oler el verde césped de la demencia, o esos otros, que consumiendo raras sustancias se consideran turistas bienvenidos al mundo de lo irracional. No son, ni unos ni otros, más que falsos extranjeros espiando por el ojo de la cerradura. Son esos los detestables, los tibios, los grises. Se consideran benditos y no lo son, ya que su pasaporte es momentáneo. La nacionalidad a lo firmemente trastornado, nunca les será otorgado. Para avanzar por las puertas de este reino, se necesita el toque divino, una real intervención. Una claridad casi celestial.

La mañana del 2 de agosto de 1978, año en el cual Argentina había sido campeón en la Copa Mundial de futbol, mientras escuchaba con atención las noticias matinales en mi radio, unos fuertes golpes interrumpieron mis remembranzas, pues me encontraba yo cavilando con tranquilidad sobre el alma y sus límites. ¿Será acaso, que podemos impregnar de nuestra más sagrada esencia a las cosas que nos rodean? Cómo, por ejemplo, decir: “en esta casa hay algo de mí”, o incluso “aquella cómoda, esa de la esquina, tiene idénticas facciones que las mías y tal vez posea los mismos gustos gastronómicos que yo”. Ilustrando este punto con un caso específico, ¿podría ser qué el espejo de pie en el cuarto de mis padres fuese uno de esos objetos? Un mueble de antaño, colocado en una de las esquinas de la habitación. De forma tal que, a poco de ingresar, uno se reflejaba inevitablemente sobre él. Y ese reflejo, esa imagen que devolvía en cada oportunidad, nunca era solo una imagen. Eran muchas, y todas se sumaban comenzando por las de sus dueños originales. Vaya a saberse quiénes eran. Ese artefacto, daba la impresión de cumplir con su esencial razón de ser, y a su vez la de espiar a quien se animase a observarlo. Con un marco de arabescos diseños, era un espejo de cuerpo completo, oval, de madera de roble laminado al oro. En su cúspide, se dibujaban unas formas extrañas, como redondeles laberínticos aglutinándose uno dentro de otro. Nunca estaba del todo limpio, cuestión que me resultaba repulsiva. Era viejo, aparatoso, y a sus costados comenzaba ya a notarse las manchas negras propias del descamado de la lámina de plata. Objetos como ese, y otros más, eran los que yo trataba de ignorar. Por ello, era que rara vez entraba a la habitación de mamá. Mi capacidad de tener un espíritu abierto a cosas como aquellas, era una carga difícil de soportar, sobre todo en tiempos de extrema luminosidad, donde mis sentidos parecían ensancharse de una forma inhumana.

Se entenderá, claro está, que estos pensamientos no son posibles en intelectos estrechos, cerrados e inflexibles. Y es por ello, que vuelvo a insistir en el poder de la mal llamada locura. En lo personal, considero que esa forma de apuñalar sin inconvenientes la fría y dura lógica de lo cotidiano, es más un don que un peso muerto que deba cargarse a todos lados, no se es loco en unos lugares sí y en otros no. Uno es un trastornado hasta en los sueños, solo o acompañando, en un país o en otro. Incluso debajo del agua, nunca deja de lado esta gracia. Pero el poder de esto, que muta absolutamente su naturaleza y debería hacerlo así también con su consideración, es el hecho de poder transformar el día en noche a voluntad. Se pueden observar elementos que nadie más ve, y más que nada, intuir -sino sentir con el cuerpo todo- la trama detrás de la trama. Tocar los hilos mismos de la existencia.

Los golpes, cada vez con mayor ímpetu y cadencia, se fueron alejando a medida que me adentraba en mis reflexiones. ¿No será acaso una ventaja evolutiva? Aunque no me considero un gran lector, no recuerdo que en momento alguno una persona lúcida, como gustan de llamarse, haya logrado algo significativo para el resto de los mortales. Son estos, los que caminan por el risco -que considero una cumbre, insistiré-, quienes construyen lo que otros no logran siquiera imaginar.

De pronto, escuché a la puerta romperse desde uno de sus vértices y caer de bruces al suelo. El topetazo fue tal, que grité de forma instintiva como un animal a punto de ser devorado. Eran policías. Y se metieron sin permiso, aplastando con sus botas relucientes y acordonadas, los trozos de madera de pino del despedazado acceso.

Los hombres entraron al cuarto sin mediar palabra alguna. Vestidos de un azul oscuro, descansaban sus apellidos grabados en placas metálicas de insigne porte. Eran agentes de la ley, la ley de los hombres. No la verdadera Ley: la galáctica, la primigenia, la que se escribe con mayúscula. Aquel conjunto de normas que determina todo cuanto respira y cuanto camina, cuanto vuela y se arrastra sobre la faz de la tierra, y sabrá quién sobre que otros lugares. Estos cuatro oficiales, de rostros sorprendidos y manos temblorosas, quienes no dudaron en desenfundar sus funestas armas contra mí, gritaban órdenes que consideraba yo no tener porqué obedecer: “¡al piso!”, “¡asesino!”, “¡quieto ahí!”, “¡policía!”

«¿Asesino?», me pregunté. ¿Era acaso otro de esos sueños premonitorios? La realidad, si bien profundamente desconcertante a veces, no podía estar más desatinada esa noche.

Los miré por unos segundos. Traté de enfocarme en el presente, de entender qué era lo que estaba sucediendo en ese momento. Me sentí extraño, y no del modo usual. Era algo más mundano, como una especie de angustia flotante que comenzó a cubrirme desde las manos hacia los pies, guiada por el simple hecho de operar sobre ella la gravedad. Ese temor siguió avanzando hasta el suelo, abrigando lentamente mi alrededor. Una capa gelatinosa y nauseabunda de horror, que se expandía más rápido que los uniformados ingresando al cuarto. Me vi rodeado y comprendí que, si no obedecía, aunque no fuese esa mi deseo, no saldría respirando de allí. Sus relucientes pistolas me observaban hambrientas, listas para atravesarme de un lado al otro con sus dientes de plomo revestido.

«¿Asesino?», me volví a cuestionar.

Los policías avanzaban hacia mí con sus instrucciones repetitivas, al tiempo que la sombra que parecía que iba a envolverlos, los esquivó y tomó un rumbo distinto. Volviéndose en mi contra, y sobrepasándome. Percibí con todo mi poder ampliado por el pavor de la noche y lo inusual de la situación, una fuerza jalando mi atención hacia mis espaldas.

—¡Abajo! —seguían gritando—, ¡tírese al piso!

Pero no pude hacerlo sin antes voltear.

Mi cuarto era vasto, constaba de algunos enseres, aunque su disposición general hacia el minimalismo era casi extremo. No me gustaban las cosas que podían quitarme energía, o en las cuales quedaba retenido parte de mi espíritu. Por otro lado, detestaba todo aquello lo que tuviese que ver con la dificultad para el desplazamiento. Y como si las perplejidades anteriores no hubiesen sido suficientes, me percaté de inmediato que no estaba en mi habitación. Volteé sobre mis pasos y la vi. Muerta, estaba ella rodeada de eso que creía era la sombra de un horror. El cuerpo de mi madre yacía sin vida en el suelo. Todos pensaron que la había matado, pero no fui yo. Al otro lado de la habitación, podía ver a la persona que lo hizo, pero denunciarla me condenaría por completo. Nadie me creería, nadie que no tuviese mi don de descubrir lo oculto.

Me arrojé al piso y, antes de que pudieran inmovilizarme, giré mi cabeza hacia la derecha. Tuve que voltear de inmediato ya que, al precipitarme, pude ver la hendidura por la cual escapó la vida de mamá. Era un tajo único, profundo y limpio en la zona superior del cráneo que llegaba hasta el tronco encefálico. De ese corte, se escurría la angustia líquida que me ensuciaba sin cuidado.

¿Por qué no podían ver acaso al criminal tirado frente a mí? ¿no lograban ellos entender que era ese otro, y no yo quien había cometido semejante atrocidad? ¿Y sus manos?, ¿nadie reparó en sus manos?

Era un sujeto que yo nunca había visto, tirado justo frente a mí, con las zarpas sobre la nuca llenas de la sangre delatora y maldita.

Mi hermosa madre, con sus cabellos blanquecinos y cuerpo estrecho, durmiendo eternamente sobre el suelo a pocos metros de su asesino. Su homicida, escondido con astucia en el espejo.

Fin.

7. Oktober 2020 22:17 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

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José Mazzaro Alguien más...

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