Estoy en un rincón de la sala, temblando de miedo. Porque tengo miedo, mucho miedo. No puedo verlo ni siquiera a los ojos, porque son como dos cuchillos que se clavan en mi y me lastiman. Parezco un perro de la calle, al cual le da miedo la gente porque ya lo han maltratado mucho y está en un rincón temblando, esperando a que alguien lo ayude. Pero para mí caso no hay ayuda.
—Ay, Paulina, ¿Qué vamos a hacer contigo?
Los dos me miran y yo me abrazo los pies esperando a que se acerquen y comienze mi infierno.
—Por favor. No me hagan daño.
Se ríen a carcajadas. Uno de ellos se inca y me toma de la barbilla, alzandome la cara para obligar a verlo.
—No preciosa. No te haremos daño.
Cierro los ojos y siento como algo de piel golpea mis brazos con una fuerza extrema. Un cinturón. Comienza a golpearme con lo que tengan en la mano, yo solo chilló. Uno de ellos se arrodilla y pasa su lengua desde mi cuello hasta mi mejilla.
Cuando abro los ojos, estoy en mi cama, temblando y sudando. Dios, ha sido solo una horrible pesadilla. Respiro hondo y de pronto me siento tan borchonada que quiero que entre el aire a mi cuarto.
Salgo de la cama y voy a la ventana a abrirla. Siento como choca con mi cara y doy gracias que el viento de la Cuidad de México me refresque.
Pienso en mi sueño. Nada fuera de lo normal. Porque así es mi vida.
Karla Hernández
