El corazón le martillaba como loco dentro del pecho y la respiración entrecortada, era prueba legítima del esfuerzo que le supuso correr hasta aquella choza. Fernando se detuvo un segundo frente a la vieja y destartalada puerta, tomando una bocanada de aire para aliviar el ardor dentro de sus pulmones, tocó a la puerta pero no obtuvo respuesta alguna, volvió a tocar, esta vez con más fuerza para ser escuchado, pero el resultado fue el mismo. Desesperado ante la posibilidad de haber llegado tarde, empujó la puerta con brío, en repetidas ocasiones hasta que ésta se abrió. Una vez dentro de la choza, pudo escuchar el sollozo de una mujer, en lo que suponía, sería el único dormitorio de aquel lugar. Ingresó sin importarle nada, y como era de esperarse, encontró a Regina dentro de la habitación.
Ella estaba sentada a orillas de una polvorienta cama, con la mirada clavada en el suelo y sosteniendo un pañuelo de seda entre sus manos. Las marcas negras debajo de sus ojos daban fe de las incontables noches que llevaba sin dormir. Levantó la mirada, siendo consciente de la llegada de Fernando, lo miró con ojos cargados de culpabilidad y se llevó ambas manos al vientre.
—¿Por qué lo hiciste? —Preguntó Fernando. Su voz era una mezcla de rabia y de dolor. Regina no respondió nada —¿Por qué lo hiciste? ¡Maldita sea, Regina! Responde.
—¡No podía seguir con esto! —respondió ella entre llanto —, no podía permitir que pasara por esta absurda situación. Una cosa es haberme convertido en tu amante y soportar el dolor de verte con ella, de saber que compartirás su cama, que despertarás a su lado, y que le pertenecerás ante los ojos de Dios y del hombre. Y otra cosa muy distinta, es arriesgar a una criatura al rechazo de ser ilegítimo, no podía permitirlo.
—¿Y preferiste matarlo?
—Sí.
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